Un año más llega el mes de septiembre. Un nuevo año, me digo mientras hago los movimientos mecánicos de un nuevo primer día de trabajo tras las vacaciones. Me sumerjo en una piscina de reflexiones que me ayuden a sobrellevar este nuevo inicio. Pienso en cuáles serán los motivos reales para que no sea el 1 de septiembre la marca del inicio de año, que es una fecha que tiene más de “hoy empieza todo” que el 1 de enero que nos pilla más en medio de todo, del curso escolar y político, de cualquier temporada deportiva o cultural, del año laboral; incluso nos pilla en medio de cada navidad. Estoy perdida en esas reflexiones cuando caigo en la cuenta que es hora de empezar de verdad, no solo de divagar con los comienzos. Menos mal que tengo mi agenda, si no fuera por ella no podría recordar ni la contraseña del ordenador tras el paréntesis vacacional. Abro el cajón y la veo allí, en el mismo sitio que la dejé en medio del verano para cambiarla por el bikini. También puedo comprobar que mantiene esa horrible portada: un espacio color rosita en la que se puede leer “Las tropecientas mil cosas que voy a conseguir”. Cierro el cajón de golpe. Necesito coger más fuerzas antes de empezar.
De repente, una voz atronadora emite mi nombre en un tono de llamada marcial. En ese momento recuerdo que la secretaria de dirección es tocaya mía, y deseo con todas las fuerzas que he conseguido reunir, que la llamada a filas vaya dirigida a ella. Bingo. Estoy salvada. Gracias a la estructura de nuestras oficinas, similar a la de las peceras que encierran a peces de colores para recreo de muchos, puedo ver por el rabillo del ojo como esta mujer avanza hacia nuestro Señor Director con una agenda (idéntica a la que yace en mi cajón) apoyada sobre su cuerpo. Algo me impulsa a levantarme para ir al baño. No es una urgencia fisiológica, es una urgencia mayor. Solo quiero fijar la escena que se está produciendo en ese despacho en mi cerebro para recordar dónde estoy, para no bajar la guardia en este año, o curso, que está empezando hoy. Con disimulo puedo observar algo que ya sabía. Nosotras no somos como ellos. Y con cada detalle ellos nos lo recordarán a lo largo del año que acaba de empezar. Así, si la agenda de mi tocaya es como una cursi losa para ella, la del Señor Director es como una seña de identidad de la fuerza con la que nos dirige: luce una portada en cuero negro con una única impresión que consiste en cuatro números que recuerdan el año en el que estamos, además de un grabado en relieve que me fascina, el engranaje que forma parte del logotipo de nuestra compañía. Me fascinan los engranajes, algo que por supuesto el Señor Director no entiende en “una chica como tú”.
En mi visita al baño repaso mentalmente el decálogo de regalos de empresa que recibiremos todos los empleados por enésimo año. Empiezo por la agenda que nos entregarán en diciembre, que para nosotras será nuevamente modelo cursilada con una estúpida frase de autoayuda para sobrellevar el peso de tener que demostrar más que nuestros compañeros, además de consolarnos en el cansancio físico y mental que nos produce poder con lo que nos echen por delante, así sea una cuadrilla de hijos y/o mayores a los que cuidar en nuestra segunda jornada; mientras, ellos recibirán un moderno modelo, elegante, y sencillo, muestra de que no se necesitan más que a sí mismos y a su valía profesional y personal para poder con el año que empezará el 1 de enero. Me recuerdo a mí misma que seguramente este curso también me tendré que comprar mi propio pendrive en lugar de recibir uno corporativo. Para nosotras es más chic (y más femenino) ese boli que nos entregarán para que tomemos nota.
Probablemente en los próximos meses tengamos que asistir al ágape con el que celebraremos con clientes y proveedores el importante hito para el que estamos trabajando duramente, en el que las empleadas e invitadas recibiremos un bonito abanico con alguna impresión que recordará el acontecimiento que se celebra. Para ellos ese recordatorio estará impreso sobre un bonito llavero en que colgarán sus llaves, esas que abren los caminos que ellos eligen. Nunca entendí por qué los hombres no se abanican.
Por supuesto en la cena de navidad el Señor Director me preguntará si no me han gustado los pendientes que nos ha regalado la empresa a las empleadas. Seguro que pensaré decirle que no me gustan los brillantes, que ya lo canta Calle 13 “cuando eres brillante prefieren no contratarte”, aunque también seguramente decidiré guárdame el comentario irónico mientras observo cómo él saca de su bolsillo la batería portátil elegida como regalo navideño masculino del año, imaginando lo bien que me vendría a mí en ese momento para resucitar mi móvil y poder llamar a un taxi que me saque de allí.
Y de lo que no nos libraremos por más años que pasen será de “nuestro campeonato de golf”. Eso volverá a ser el sumun del detallismo con el que se distinguen los regalos de una buena empresa: para ellos una visera con la que se podrán proteger bien del sol mientras compiten, para nosotras pañuelito, no sé si para que simplemente nos adornemos, o a modo de mensaje para que comprendamos que en algún momento nos pueden tapar la boca; para ellos una taza termo en la que podrán mantener el agua fresca para reponer los líquidos perdidos por el ejercicio, para nosotras taza de café, que anima más a compartir una charla en una mesa que a la competición, no vaya a ser que nos dé un episodio de abstinencia a las reuniones tipo “el té de las cinco”, o lo que es peor, nos dé por jugar mejor que ellos. El kit de regalos con el que nos invitarán a la participación al juego la completarán artilugios tipo la navaja multiusos y la linterna para ellos, equipación con la que podrán adentrarse en cualquier aventura; para nosotras la bolsa bordada, en la que podremos llevar todas nuestras cositas, y el paraguas, por si nos pilla la lluvia, no vayamos a pedir indemnización porque se nos vaya al traste el look que lucimos gracias a la peluquería a la que se supone iremos ese día.
De regreso a mi puesto me cruzo con mi tocaya. Por su gesto se diría que la agenda pesa más que ella, seguramente ese imaginario peso sea directamente proporcional a la interminable lista de tareas que lleva anotadas en ella, entre las que se encontrará “elección de los regalos de empresa”, y para la que por supuesto habrá recibido la instrucción de distinguir entre regalos “para señores” y “para señoras”. A la altura del despacho del Señor Director miro de nuevo con disimulo por el rabillo del ojo y puedo ver su gesto circunspecto mientras revisa su elegante agenda. Me imagino que estará visualizando la cantidad de reuniones de las que saldremos con un auténtico empacho de corbatas (y corbatadas).
Me siento en mi mesa, y al rato aparece un nuevo becario al que no conozco. Me entrega una pequeña caja de cartón, me dice que es un detalle, cortesía de nuestro cliente principal. Al abrirlo me encuentro con una pequeña y horrenda carterita tipo monedero. Me abstraigo mirando el objeto tratando de imaginar cómo será el de ellos. En esta ocasión a ellos les tocó cartera tipo porta tarjetas. ¿Es un mensaje subliminal sobre el valor femenino y el masculino? ¿nosotras calderilla y ellos visa oro? Encierro la horrenda carterita en el cajón que mentalmente tengo etiquetado como “el cajón de los regalos inútiles”. Respiro hondo, cierro los ojos y recuerdo la cara de asombro del camarero de McDonals cuando mi hija le dijo: “no me des el regalo de niña del Happy Meal, me gustan más los coches que las muñecas”.
El futuro también es nuestro, pero está claro que no nos lo van a regalar.
Por: Raquel Abeledo (@RaquelAbeledo )
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