«Una chica de entre 17 y 19 años enterrada hace unos 8000 años junto a sus armas muestra que la caza de grandes animales no era solo cosa de los hombres prehistóricos. Tras su hallazgo, sus autores han revisado otro centenar de enterramientos encontrando que más de un tercio de los cazadores eran en realidad cazadoras. Estos resultados cuestionan la idea dominante de que en las primeras comunidades humanas ya había una división del trabajo por género. […] La teoría dominante entre los antropólogos y etnógrafos es que en las antiguas comunidades que dependían de la caza y la recolección existía una marcada división del trabajo por género: los hombres cazaban y las mujeres recolectaban. Pero apenas hay pistas de este reparto de tareas en los yacimientos arqueológicos. La principal prueba es circunstancial: en los grupos humanos actuales que aún son cazadores y recolectores, el varón es el cazador en exclusiva”.
Así nos presentaba el periódico El País, de la mano de Miguel Ángel Criado “el mayor descubrimiento” sobre la jerarquía sexual en la prehistoria. Esta noticia, no sólo evidencia que el desarrollo de la arqueología e historia feministas han pasado sin pena ni gloria por el mundo académico, y más aún por el conocimiento popular, sino que también demuestra una evidente confusión (para variar) en los conceptos acuñados para aplicar un enfoque crítico sobre el sesgo androcéntrico.
Una división del trabajo por género implica una relación de poder, una jerarquía entre las actividades, otorgando más prestigio a aquellas actividades que realizan los hombres. Esto implica la explotación reproductiva y relacional de las mujeres, además de una progresiva exclusión de las actividades para cada uno de los sexos. Si la caza se ha considerado una actividad esencial se asume que los hombres cazaban, y por tanto, las mujeres no lo hacían; y afirmar que las mujeres cazaban, puesto que son inferiores (en los contextos en los que se comienza a construir el discurso histórico), nombrarlas junto con los hombres les restaría valor a ellos. Así se concluye que los hombres realizaban las actividades importantes, como la caza, y las mujeres las no importantes, como la recolección. Y aunque en la actualidad sabemos que la recolección implica el principal sustento alimenticio de las culturas del pasado, seguimos llamándoles cazadores-recolectores en vez de recolectores-cazadores.
Importantes arqueólogas han destacado en numerosas ocasiones que la división sexual del trabajo no implica per se una sociedad desigual, y que el mito del hombre cazador (o del hombre proveedor, aunque en realidad la caza proveía poco) es un puro actualismo de la organización social actual. Y el principal problema que nos encontramos las arqueólogas feministas al estudiar la prehistoria es la completa asunción de postulados no demostrados, como que la división sexual del trabajo implica que los hombres cacen y las mujeres recolecten. Cierto es, que desde el punto de vista del artículo, el concepto de división por género sería correcto, ya que hace referencia a esta división desigual naturalizada desde la arqueología procesual; pero lo que realmente dice el registro arqueológico al que se refieren es que, entre tumbas de cazadores, aparecían individuos de sexo femenino; es decir, que la caza no era una tarea exclusiva de hombres, desmontando esta jerarquía asumida para las culturas con sistemas de subsistencia basados en la recolección.
Esta sorpresa al escribir una noticia, que para el conocimiento feminista era ya conocida (aunque no tuviéramos este caso concreto en el registro arqueológico con anterioridad) se debe al androcentrismo que impera en el discurso histórico, que no permite la entrada a aportaciones que desmientan la “organización natural del ser humano”. La arqueóloga Olga Sánchez Liranzo describe el androcentrismo como «el punto de vista que sitúa al hombre en el centro del conocimiento histórico y añade que la historia es androcéntrica cuando las mujeres están ausentes en la construcción de la historia o cuando se ofrece una visión distorsionada y se les da un papel secundario.» Relegar a la mujer a la recolección sin tener ninguna evidencia de ello es construir un discurso androcéntrico, pero también lo es considerar la recolección una actividad de segunda, que al estar asociada a las mujeres no se considera parte de la historia.
Todas las estructuras de poder se construyen a lo largo de la historia, y controlar el discurso histórico es imprescindible para que estas se mantengan, pues este puede poner en evidencia el sistema, o como ha venido haciendo hasta ahora, puede naturalizarlo. El conocimiento se ha construido de forma tradicional desde el poder, y eso implica olvidar u obviar a las clases oprimidas, y más concretamente a la clase sexual que formamos las mujeres, ya que la mayoría de los estudios sobre desigualdades se han hecho en clave económica. Gracias a las mujeres feministas que participaron de las diferentes ciencias que se encargan de construir el pasado, tenemos a día de hoy las herramientas para desmontar, o al menos ampliar, el discurso histórico.
Se ha equiparado la palabra “hombre” a la de “humanidad” construyendo como sujeto universal, el agente de la historia, a la clase sexual privilegiada. Los primeros arqueólogos se jactaban de ser objetivos y neutrales, sin intenciones políticas que perturbaran la historia, lo que se convierte en la práctica en una arqueología patriarcal; citando a Adrienne Rich «la objetividad es el nombre que se da en la sociedad patriarcal a la subjetividad masculina.»
Las influencias del darwinismo social, el evolucionismo unilineal y el funcionalismo naturalizaron y trataron en clave positiva el comportamiento femenino. Las mujeres no estábamos subordinadas, si no que el lugar que ocupábamos en la sociedad era el resultado de la mejor estrategia de supervivencia, como si esto no pudiera implicar relaciones de explotación. La arqueología y la historia marxistas tampoco se libran de construir un discurso androcéntrico, pues ignoraban las actividades de mantenimiento (todas esas actividades que sostienen la vida humana: cuidados, alimentación, abrigo…), que influyen en el los sistemas de producción sosteniendo a la mano de obra explotada.
El registro arqueológico de las actividades masculinas, es decir, aquellas que consideramos desde el presente de hombres, aunque no se haya demostrado así, está mejor documentado, se escriben acompañadas de palabras positivas, se describen con más detalle y coloca a los hombres como agentes; mientras que las femeninas, se escriben en pasiva y no suelen estar bien documentadas. Decir que no hay un conocimiento histórico de las mujeres implica asumir las actividades que corresponden a las mujeres.
Practicas comunes que se ven en publicaciones científicas son la de asumir que un ajuar guerrero pertenece a un hombre (por ejemplo, el de la Dama de Baza), modificar el nombre de una misma herramienta en función de si aparece junto a un hombre o junto a una mujer (los hombres tenían puñales, las mujeres cuchillos) o interpretar una asociación a una misma herramienta de forma diferente en función del sexo (una piedra de molino junto a una mujer representa la molienda, la preparación del alimento y el hogar; junto a un hombre simboliza la profesión de artesano).
La prehistoria es el período más utilizado para legitimar el presente; se proyecta el orden patriarcal actual a todos los períodos (y de ahí el supuesto del hombre cazador y la mujer recolectora), incluyendo los primeros períodos de la humanidad. De hecho, son los estudios sobre la hominización los que inician estos supuestos que no parten más que desde el sesgo patriarcal. Creíamos que este fenómeno había acabado con el inicio de la arqueología e historia feministas, pero nuevos enfoques teóricos nos demuestran que no. Maya Wei-Haas escribía en la revista National Geographic respecto a la primera noticia a la que nos hemos referido, que no podíamos conocer la identidad de esta mujer cazadora, y que quizás no vivía socialmente como mujer. Esto sería hasta curioso de abordar si se tratara de un único individuo que en una sociedad jerárquica realizara actividades que no le han sido impuestas a través de la socialización, pero lo que realmente el artículo nos quiere decir, es que no podemos estar seguros de si era una mujer socialmente porque realizaba actividades de hombres. Blinda la caza como una actividad de hombres, en las que las mujeres no podemos participar, que no es otra cosa que afianzar la jerarquía asumida en las culturas recolectoras cazadoras. Además, estas sociedades son relacionales, no existe una individualidad tal como para identificarse de forma ajena al pensamiento del grupo.
También nos dice un famoso arqueólogo español vía redes sociales, que el feminismo no debe celebrar que las mujeres también cazáramos, ya que la caza es alabada desde el pensamiento patriarcal; que debemos reivindicar las actividades de mantenimiento y no la muerte y la jerarquía. Y sólo tiene razón en que alabar la caza es patriarcal; el feminismo no celebra que participáramos de la caza, celebra que haya un registro arqueológico que demuestre lo que llevamos años diciendo: asumir que los hombres cazaban y las mujeres recolectaban es una asunción actualista del orden social del pasado. Las mujeres no tenemos que reivindicar que cuidábamos, que alimentábamos, etc., tenemos que construir nuestra historia y hacerla visible, y por suerte, las mujeres no venimos de fábrica cuidando, alimentando y sosteniendo a los hombres emocionalmente.
Quiero finalizar citando a la maravillosa Gerda Lerner, de la que tantas mujeres dedicadas a la reconstrucción del pasado hemos aprendido: «la toma de conciencia de las mujeres se convierte en la fuerza dialéctica que las empuja a la acción a fin de cambiar su condición y establecer una nueva relación con una sociedad dominada por los varones.»
Por @Bea_CN
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