Reflexiones a raíz del femicidio de Úrsula Bahillo en Rojas, Argentina, y la escasa convocatoria obtenida en la manifestación del día siguiente.
La noticia del femicidio de Úrsula Bahillo recorrió las redes sociales con la velocidad con la que se consume una mecha, pero la bomba nunca alcanzó a explotar. Hace muchísimo tiempo que nuestra ira y nuestra voluntad transformadora no explotan, y cada año que pasa el panorama es peor. Es lo que pasa cuando se intenta enfrentar al opresor con sus propias armas: el patriarcado, amenazado por el potencial revolucionario de las mujeres, se volcó a la fructífera tarea de fabricar bombas falsas, bombas atractivas, brillantes, prometedoras, pero que no estallan jamás o que, cuando lo hacen, revientan en nuestras propias caras hundiéndonos aún más en las profundidades de la sumisión. Cada vez somos más las que felices e ilusionadas compramos explosivos de mentira. Así fuimos retrocediendo, y cada año vamos cediendo más terreno. “Las calles son nuestras”, dijimos alguna vez, pero a esta altura el lugar que supimos ocupar como propio se convirtió en el escenario de reivindicaciones masculinas y en un espacio publicitario más de la propaganda patriarcal.
La violencia que nos dejó en 2020 la cifra más alta de femicidios en los últimos años no debe nombrarse. El sistema patriarcal que condena al sexo femenino a una vida de abusos, dolor, marginación, pobreza, violencia estética, muerte y temor (todas sabemos que podemos «ser la próxima») no existe como tal. Ni siquiera las mujeres existimos como tales, y el hecho de que nos estén masacrando es solo un triste infortunio relacionado con nuestras “identidades de género» individuales, que nada tiene que ver con una dinámica social de poder y supremacía de los hombres. Pero, casualmente, siguen siendo ellos los que nos asesinan luego de habernos dicho “te amo”, y seguimos siendo nosotras el total de víctimas de las redes de trata, las explotadas en los hogares y trabajos, las violadas y asesinadas por esos hombres que aprendieron que las mujeres somos infrahumanas.
En los discursos que se pronuncian actualmente, “patriarcado” es sólo una palabra biensonante a pronunciar por un altavoz, no implica jerarquías sexistas ni asignación de roles. La lucha es individualista, identitaria y superficial. Los hombres son aliados, compañeros. Por eso nos violan en los espacios de militancia y los encubren sus amigos. Por eso son incapaces de comprender que la lucha contra la violencia patriarcal nos pertenece y nos agreden cuando lo decimos. Por eso se ven en la honorable obligación de tutelarnos en cada manifestación.
Cuando recibimos la noticia del femicidio cometido por Matías Martinez en la localidad de Rojas nos invadió un profundo enojo, una furia imparable. Úrsula había hecho dieciocho denuncias contra ese hombre, las cuales resultaban en un fortalecimiento de la protección que el femicida recibía de sus compañeros policías. «Llamá al 144», «Estamos», sugieren las publicidades oficiales emitidas desde el «Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad». “Denunciá”, nos dicen. En las comisarías se nos ríen en la cara. Denunciamos, llamamos, gritamos, pero nos matan. Nos matan igual, todo el tiempo, de a una por día (sin contar la cantidad de mujeres asesinadas que la prensa no nombra, los observatorios no observan y la estadística oficial niega).
El nueve de febrero parecía gestarse en las redes sociales un momento de liberación de bronca y tensión: la convocatoria hacia la Casa de la Provincia de Buenos Aires (ubicada en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) era a romper todo, como Úrsula nos pidió en caso de que un día ella no regresara a su casa. La idea original era llevar adelante una acción feminista autoconvocada, poder expresar nuestro dolor y nuestra ira. El problema fue que, mientras muchas amagaron y no fueron, los partidos mixtos de izquierda vieron la oportunidad de copar el espacio, imponer sus propias reglas y, de paso, figurar, quedando como “los más feministas de todos”. Lo que debió haber sido una protesta feminista contra los femicidios y la violencia machista, terminó convirtiéndose en una jugada estratégica de la izquierda partidaria. Ellos mencionaron a Úrsula al pasar para luego extenderse un largo rato sobre otras cuestiones vinculadas a su propia agenda partidaria. No mencionaron (o lo hicieron escasamente) a Matías Martínez. La mayoría de los manifestantes parecía habitar una realidad paralela, una celebración propia y aislada en lugar de adoptar una posición de construcción-confrontación.
Ninguna bomba explotó el diez de febrero. Nada se rompió ese día en esa concentración musicalizada con consignas vacías que no ocupaba ni una cuadra.
Frente a este panorama, cabe preguntarnos varias cosas en relación a la práctica feminista. En primer lugar: ¿qué importancia le estamos dando en nuestras vidas a la única vía que hoy en día nos permitiría abrirnos las puertas hacia un mundo más habitable para las mujeres? Por otro lado, ¿en qué lugar estamos poniendo a nuestras hermanas? ¿reconocemos el riesgo que representa soltarles la mano en medio de una convocatoria? ¿comprendemos la gravedad de hacer un llamado a movilizarnos y no asistir, dejando a unas pocas a su suerte con la policía del otro lado de las vallas?
Por último, pero no menos importante: ¿cómo pretendemos llevar a cabo la transformación que soñamos en redes sociales si luego no salimos a actuar sobre la realidad para modificarla? ¿Estamos esperando que alguien nos haga el favor de cambiar las cosas para el bienestar de las mujeres? ¿Estamos descansando sobre la fantasía de que los hombres, quienes nos asesinan a diario, hagan esa transformación por nosotras a través de sus partidos o de sus leyes? ¿Qué más tiene que suceder para que las calles nos encuentren enfurecidas y ni la difamación de los medios, ni las amenazas del Estado, ni las balas de la policía puedan contra nuestra rabia? ¿Realmente pretendemos liberarnos utilizando las herramientas del amo, adoptando sus consignas difusas y vacías de contenido? ¿A dónde llegaremos sin criterio alguno de organización ni autonomía? ¿Qué espacio es el que queremos ocupar para construir? ¿Por qué ya no nos comunicamos presencialmente de manera horizontal, por qué no nos volcamos hacia el intercambio entre nosotras con el fin de ver a nuestro proyecto feminista florecer?
A pesar de lo mucho que llenemos nuestros perfiles de discursos prefabricados y relucientes, la sangre de nuestras hermanas sigue corriendo. El espectáculo de las redes y los discursos masticados de influencers y ministros no hacen ni harán nunca por nosotras nada más que disimular una realidad patriarcal y misógina cuya raíz nunca se modificó. Los femicidas y toda la realidad que nos extingue a diario están ahí afuera, y también nuestra única oportunidad de cambiarlo todo para poder vivirnos libres y sin miedo. Debemos recuperar nuestro compromiso con el movimiento que supo tener un enorme potencial revolucionario, porque lo sostenía la creencia de las mujeres de que el feminismo les había cambiado la vida si es que no las había salvado por completo.
Llenemos las plazas, prioricémonos entre nosotras, construyamos a partir de nuestras vivencias, escuchémonos. Abramos bares, centros culturales y bibliotecas. Ejerzamos nuestro justísimo derecho a ser y a seguir haciendo nuestra historia. Permitámonos juntarnos, planear, agitar, debatir. Necesitamos entender de una vez por todas que nadie lo va a hacer por nosotras; que despertar, movernos y organizarnos es la única manera de abrir el camino hacia una emancipación real. Se lo debemos a Úrsula, se lo debemos a todas las mujeres que no volvieron, a las que viven acosadas por el temor de ser la próxima y a las que están por venir.
Luciana González Franco (@lularadfem)
Sol Ailén Tobía (@SolTobia)
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