Las luces inundaban la calle principal. Escenas salidas de los mejores ensueños y los cuentos más extraños deleitaban los ojos de las más pequeñas, yo incluida. Caramelos, serpentinas y otras delicias salían saltando de manos de duendes, animales y hadas vestidas de colores que solo existían en esas épocas del año. Todo hacía subir un rubor de ilusión por nuestras mejillas, la misma que nos hacía salir corriendo a la cama unas horas después para esperar que esos personajes dejaran regalos al pie de nuestro árbol.
Estoy segura de que no soy la única a la que le gustaría recuperar esa expectación infantil, los juguetes inesperados… Casi tanto como me gustaría una cabalgata en la que las niñas fueran las protagonistas y la fiesta encarne los mejores valores -que no los católicos- de la sociedad.
En los últimos tiempos, las Reinas Magas no han cumplido mis deseos: si el año pasado unos trajes extravagantes y el “No te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena” fueron las estrellas de esta fiesta, la presencia de una famosa drag queen en la cabalgata de Vallecas ha sido exagerada de forma mediática, elevada casi a injuria nacional.
En ambos casos, se ha utilizado a las niñas como escudos argumentativos de forma zafia, tomando su voz como la propia, preocupándose por su inocencia, su ilusión, incluso de mantener “sana” su sexualidad. Podría decir que esta defensa de la infancia no se extiende al resto del año, cuando tienen que ver cómo en su casa no se llega a fin de mes, conviven con maltratadores o ven cómo se hipersexualiza a las mujeres, incluso de su edad. Podría decir todo eso y más. Algunos me tacharían de demagoga, quizá con razón. Sin embargo, no hace falta caer en la demagogia para criticar esta esperpéntica controversia.
Y es que detrás, rascando un poco esos mantras -“no hay que politizar una fiesta infantil”, “se destrozarán sus ilusiones”, etc.- sólo se intuye un odio enfermizo, una reacción al progreso social que otros consiguen con tanto esfuerzo. Los homófobos declarados se frotan las manos e inundan las redes sociales con insultos tan rancios como sus ideas. La extrema derecha amenaza con usar su único recurso: la violencia -como todo el mundo sabe, lo perfecto para educar a las niñas. Mientras, muchos de los que decían respetar a la comunidad LGTBIQ se retratan. Las caretas se caen y los que parecían progres, tolerantes y adalides de la igualdad fruñen el ceño: “ya tienen su día, su cabalgata y sus festividades”, dicen con condescendencia, esperando que les den las gracias por tolerarlos al menos una vez al año.
Imagen: Foto subida a redes por parte de «La Prohibida»
Cómo si lo que todos ellos estuvieran haciendo no fuera recluirlos en una suerte de “guetos simbólicos”: espacios sociales bien delimitados cuya transgresión supone escarnio público. Construyendo sus propios espacios se evita que quieran entrar en el común -el que se considera genérico, neutro, desinteresado: el de los cisheterosexuales, preferentemente hombres-, separarlos, o que tengan un mínimo de visibilidad. Así, esas niñas que tanto les interesan no pueden saber que hay otras opciones igual de válidas y les enseñan que salirse de la norma tiene sus consecuencias. A la vez, ellos pueden mantener la tradición más antigua del mundo: no, no me refiero a la celebración del nacimiento de Jesús ni a la adoración de los Reyes, sino a dividir el mundo en personas de primera y de segunda.
Se nos olvida que en un Estado de Derecho sano no debería ni suponer un debate si se deben o no vetar a personas del espacio público simplemente por su orientación sexual o género. Si se da una controversia a esta escala es porque estas fobias ocupan los puestos de poder y los altavoces sociales (partidos políticos, Gobiernos, periodistas…), porque se legitima socialmente un discurso de odio como opinión respetable y a sus propagadores como interlocutores válidos. Esos y esas líderes de opinión y políticos que se hacen fotos sonrientes el día del Orgullo, ponen tweets afectados contra las agresiones homófobas o llenan sus bocas con la palabra igualdad son los mismos que guardan silencio, si no alimentan esta violencia -porque sí, negar la visibilidad también duele. La “democracia madura” que tanto se esfuerzan en vender al exterior no permitiría tal discriminación, ni las amenazas de extrema derecha; educaría a las niñas en la diversidad y apoyaría a aquellas que han sido sistemáticamente excluidas, a quienes han prometido representar.
No es cuestión de tradición, igual que no es cuestión de niñas. Es una cuestión de privilegios y su defensa, un reflejo de atraso cultural -y humano- subyacente, del que se piensa que no existe, pero que siempre parece estar presente. La Cabalgata pasará, los regalos se repartirán, pero la reacción encontrará otras formas de manifestarse.
Y las luchadoras, nuevas maneras de revelarse.
Por Maribel Matey @noprinceneeded
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