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No sabéis lo que es el amor

Preparo la mesa mientras me cae una lágrima hasta la barbilla: el verdugo
ha muerto. Así que, pongo los platos en silencio, arrastrando los pies,
sintiendo aún los grilletes en los tobillos.


Me preguntas si quiero un poco de agua, pero la verdad es, que tengo
ganas de vomitar. Más aún, tengo ganas de vomitar en la mesa un montón
de verborrea, de palabras vacías a oídos sordos, pero llenas de significado
y pobres recuerdos, como el de aquel día que mi cabeza cayó dentro del
cuenco de la ensalada.


A veces pasan estas cosas. La gente sufre de síncopes y de mareos
frecuentes, pero esto ya es otro cantar y la cuestión es, que estoy enferma.

De esta forma, arrastro mi espalda y el cansancio como puedo, mientras
ya vas por la tercera pregunta del si quiero o no quiero agua o si prefiero
vaya usted a saber qué cosas.


Mientras tanto y como si nada, ella friega. Friega y friega y barre, también
los platos, porque ya limpia lo que está limpio y porque quizá un día llegó
el punto en el que prefiriera encerrarse en la cárcel del servicio doméstico
con tal de no oírnos a todos o de ni si quiera a oírse a sí misma.


Entonces, recuerdo al verdugo. Y recuerdo también que no puedo fumar
en vuestra casa, así que hubiera preferido salir a la calle a dar un paseo a
la perra, en el hipotético caso de que estuviera ahí y de que no sintierais
repulsa por cualquier animal, especialmente por las hembras y su sangrado.


Ella seguía trabajando, casi en sigilo y, el silencio era tan notable que hasta
el zumbido del mosquito que pululaba por mi cabeza podía ser oído por el
vecino. Sin embargo, desde la séptima planta del edificio, también se
podía sentir la felicidad, o más bien la parsimonia de alguien que silbaba
como un canario, la repetitiva canción navideña. Porque aquel día, era
Navidad y, por un momento, parecía que las casas de apuestas estaban
cerradas, que nadie pasaría hambre esa noche o que, la desesperación
esta vez no acabaría con la muerte de alguna o alguno por precariedad.
Todo lo contrario : parecía que aquella noche todo el mundo comería
cordero, que se congelarían a las gambas con vida y que, se despilfarrarían
los alimentos como es costumbre hacerlo.


Y por qué no, me pregunté, sin saber del todo si me alegraba o no de la
supuesta felicidad de alguien cualquiera.


Así que aquello se iba a celebrar, pero por entonces yo ya me había
cansado de preparar la mesa, de escuchar el silencio y de seguir
arrastrando burdamente mis pies.


Entonces me senté, esperando una sonrisa no abnegada de ella, me senté,
esperando que esta vez, alzara su copa brindando por la muerte del
verdugo y por nuestra liberación.

Pero nada de ello ocurrió y, en su lugar, escuchamos al viejo, medio sordo
y desgastado, hablando de recuerdos para nosotras ya obsoletos e
irrelevantes dada aquella situación.


Sentí de nuevo una arcada, o dos, disimulando las lágrimas como podía
por la muerte de mi padre, por las gambas congeladas vivas y por los
silbidos de un barrio en apariencia feliz, en realidad desolador.


“No sabéis lo que es el amor”
dije al fin levantando mi copa vacía,
mientras os mirabais todos con asombro.

 Texto de M.V Muñoz.

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