Una de las peores relaciones que hemos tenido históricamente las mujeres, ha sido con nuestro cuerpo. El patriarcado nos impuso desde los confines del tiempo, la exigencia de la belleza corporal. No ajustarse a los cánones marcados en cada época ha desencadenado problemas de autoestima, de confianza y seguridad en nosotras mismas y en una exagerada dependencia sobre la opinión que de nuestro físico tienen los demás. Trastornos alimenticios cargados con el dolor de un problema psicológico detrás, han y siguen haciendo estragos en la juventud, que siente como su físico no está a la altura de lo que se espera de él.
La aceptación de nuestro cuerpo y su cambiante expresión es una necesidad vital para todo ser humano. Vivir dentro de la carcasa que nos tocó al nacer y asumir que no existen dos cuerpos iguales, ni casi entre los gemelos, es fundamental para llevar una vida feliz o lo más cercano a la felicidad posible. Sin embargo, las mujeres hemos de enfrentarnos todos los días al proceso de parecer aquello que se espera de nosotras y que, no encajar en lo que los otros quieren encontrar al mirarnos, no nos afecte. El tamaño y disposición de nuestro pecho, caderas y cintura, la circunferencia de nuestros muslos o el número que figura en la talla de la ropa que nos tenemos que comprar para cubrir nuestro cuerpo. Todo eso supone para muchas mujeres una lucha sin cuartel entre gustarse a sí misma y gustar a los demás.
Por desgracia para nosotras, todas en algún momento de nuestra vida hemos hecho una comparación. Con una amiga, una vecina, una artista o simplemente con otra mujer que se nos cruza por la calle. Instintivamente nos valoramos según unas medidas y estándares que están impuestos por una sociedad, que nunca nos ha preguntado si queremos vivir en permanente tensión y buscando la forma de ser la más bella o al menos la menos fea.
Nuestro cuerpo es un cuerpo. Sin más. No es un objeto a admirar o a desear. En ningún momento de nuestra vida, desde la más tierna infancia hasta la ancianidad más absoluta, deberíamos medirnos ni medir a nadie por su aspecto físico. Todas y cada una de nosotras tenemos una apariencia y absolutamente todas son válidas. Medir a otro es injusto porque lo hacemos sobre criterios personales y no debemos olvidar, que el valor del ser humano, no es cuantificable. Es intrínseco. Le tenemos por el hecho de existir. No hay que ganarlo, ni podemos perderlo. Y tampoco moldearlo a exigencias que nada tienen que ver con él, como es el aspecto exterior.
Sin embargo, las mujeres, a medida que vamos cumpliendo años, vamos pasando de estadio en estadio y de juzgado en juzgado. Todas hemos visto fotografías de mujeres y hombres de la misma edad que tratan de ridiculizar el envejecimiento de ellas en favor de la “notable y permanente” juventud de ellos. Recuerdo ahora como fue severamente criticada Carrie Fisher en la comparativa con Harrison Ford al inicio de la grabación de la última saga de Star Wars. Cualquiera diría que él estaba hecho un chavalote. Pero claro, ella es una mujer, y para ser digna del gran público y merecedora de elogios, tendría que haber estado metida en formol durante todos los años desde el estreno de la primera película y aparecer en pantalla como la joven princesa Leia, aunque ahora tuviera un hijo cercano a la treintena. Sufrió mucho al ser convertida en un objeto sexual con su metálico bikini y ahora tenía que aguantar a una caterva de garrulos que pensaban que ella era la fea y anciana bruja del norte. Ese es el triste sino de cualquier mujer. Ser eternamente juzgada.
Envejecer con dignidad es algo que escuchamos todos los días cuando se habla del aspecto de una mujer madura. Pero ¿qué es eso? La dignidad no se puede valorar por el número de arrugas alrededor de los ojos, de la firmeza de un trasero o de la turgencia de los pechos. Dignidad es mirarte al espejo y decirte que todos esos rastros que lees en tu cuerpo son naturales. Que forman parte de ti como la experiencia, la sabiduría o la capacidad de análisis que has ido adquiriendo con los años y que te han ido convirtiendo en la persona que eres hoy.
Las mujeres vivimos una existencia llena de cambios físicos importantes. La pubertad, la juventud, la primera madurez, los embarazos y partos o la menopausia, son periodos completamente naturales que, junto con el inexorable paso del tiempo, van dejando rastros visibles en nuestra apariencia. Negarlos o luchar encarecidamente porque no sean visibles, es una infructuosa batalla que no va a aportar victoria alguna. Seguiremos siendo las personas que somos con nuestro particular bagaje personal en la mochila de vida que portamos en la espalda, un poco más curvada cada día.
La juventud es un valor en alza en una sociedad tan competitiva como la nuestra. Ser joven es importantísimo. O, mejor dicho, lo realmente importante es parecer joven. Pues lo siento por aquellos que esperan que nosotras seamos imperecederas y que nuestra fisionomía no cambie. Eso es imposible. Cumplir años trae consigo regalos físicos. Aceptarlos con la lógica natural y el mejor humor solo logrará que llevemos una vida mucho más placentera.
Llevar una vida sana con relación a la edad que porta nuestro dni, es necesario para mantener una salud alejada de problemas evitables. Pero de ahí a no querer admitir que una mujer tiene 40 ó 50 ó 60 años y que se le noten en cada poro de su piel, es ridículo. La madurez no nos hace menos interesantes, ni menos inteligentes ni menos personas. Sin embargo, esa permanente necesidad de aprobación o de seguir en la escalada a la belleza perfecta, solo sirve para destruir anticipadamente nuestra anatomía y agrandar las arcas de los que ponen a disposición de las mujeres, pócimas y cirugías varias.
El tiempo no se puede parar (es mucho peor quedarse prematuramente en el camino). Nuestros cuerpos no sufren estragos por envejecer, simplemente evolucionan. Son diferentes. Ser feliz con nosotras mismas es mirarnos al espejo con ojos sinceros, asumiendo con orgullo que ya no tenemos veinte años pero que seguimos en el mundo dando toda la guerra que podemos, y saber que lo bailao, ahora lo llevamos puesto.
Por Belén Moreno @belentejuelas
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