Escribo estas líneas desde una de las numerosas trincheras que hay en el campo de batalla.
El enemigo se ha multiplicado y nos acosa desde varios frentes. El patriarcado, nuestro eterno enemigo, dirige, como un estratega en una partida de ajedrez, sus distintas piezas contra nosotras: a la violencia y a la opresión, se les ha unido la explotación sexual, la reproductiva y un virulento ejército que nos ataca sin cuartel negando nuestra identidad como mujeres. A las antiguas balas del tipo “feminazi” y “hembrista”, que siguen zumbando sobre nuestras cabezas, se les ha juntado las del modelo “terf”, que usan sus francotiradores, y nos abaten con mortal precisión.
Estamos cada vez más solas. Muchos de nuestros aliados se han pasado al enemigo o, tal vez, siempre formaron parte de él. Nos han traicionado y ya no nos podemos fiar de ellos. La táctica de infiltrar al adversario en nuestras filas les ha dado resultado. No nos lo esperábamos. Ahora también tenemos que vigilar nuestra retaguardia.
No hay descanso posible. El enemigo es poderoso y la batalla se ha convertido en una guerra de guerrillas. No podemos hacer otra cosa que mantener la cabeza baja, para no ser alcanzadas, apretar los dientes y sujetar con firmeza nuestras viejas armas, del calibre 8M, que desde hace más de un siglo emplearon las primeras combatientes que enarbolaron la bandera de la libertad para las mujeres. Pero no nos rendimos, como al igual ellas tampoco lo hicieron, y pelearemos con uñas y dientes, si hace falta. Nos jugamos mucho. Si lo hacemos, ¿qué pensarán de nosotras las que vienen detrás que, en definitiva, son para quienes luchamos? Toca cerrar filas, combatir hombro con hombro frente a sus columnas de blindados, contra su aviación que nos bombardea sin descanso y su atronadora artillería.
No es el momento de perrear sino de pelear. Esto no es una fiesta. Es una guerra. Una batalla que se libra con el fin de destruirnos y devolvernos al campo de concentración donde el patriarcado nos tenía encerradas. No volveremos. La sensación de la libertad es demasiado poderosa: un veneno para el que no hay antídoto una vez que inunda tus venas.
Siguen chasqueando balas alrededor mío. Tengo que tener cuidado de que no me alcance su metralla. Ahí vienen. Les oigo corear sus cánticos de guerra. Compruebo el cargador de mi arma y me asomo por encima de la trinchera; un lugar desde donde me defiendo con mis hermanas.
Una combatiente.
Por Hélène Deschamps
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