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Confesiones de una gorda feminista en verano

feminismo, gordofobia, empoderamiento, cuerpos

Hermanas, confieso que me avergüenzo. Me avergüenzo de contar calorías, de ponerme el bikini y entristecerme, de beber infusiones quema grasa, de sentirme culpable cuando me tomo un tinto de verano porque el azúcar y el gas engordan; me arrepiento de haberme puesto horas a tostarme al sol, sólo para estar morena. Me avergüenzo y me arrepiento porque he dejado que expropien mi cuerpo y mucho más: he regalado mi autoestima a un sistema misógino y ultracapitalista donde mi cuerpo, y yo, sólo cotizan si somos consumibles y esto sólo se consigue de una manera: estando delgada, fibrosa, morena y calva por todas partes. Pero, ¿acaso no es imposible ceder en mayor o en menor medida?

Vivo en un pueblo de costa. Aquí nos dividimos en dos grupos: las amantes incorruptibles de la playa y las que la odiamos con la misma intensidad. Ojo, adoramos el mar, pero lo que detestamos es tumbarnos mientras los pies del vecino se incrustan en tus papilas gustativas.

Sin embargo, las odiantes, como decía al principio, en algún momento, caemos en la tentación: el calor aprieta tanto como la presión para que cojamos “un poco de color, que estás blanca como la pared, pareces un muerto”. Y ahí comienza la disputa entre las gafas de espejo y las violeta: te das cuenta de que estás regalando tu libertad, pero también de que si no lo haces, estás condenada a la incomodidad de ser tú la única blanca nuclear entre tanta aspirante a morenaza. Así que vas, y al hacerlo, sabes que tú vas a dejar de ser tú.

Intentas no pensarlo demasiado, ponerte el bikini corriendo, casi sin mirarte. A veces, te engañas, crees que esa prisa es fruto de eso, de la prisa, pero muy en el fondo está otra de esas verdades que detestas de ti misma: no puedes mirarte al espejo, porque no soportas esa chicha acumulada en el ombligo ni la piel de naranja que agujerea tus piernas. Por eso, has desarrollado una estrategia súper eficaz: apurar el tiempo y empezar a vestirte 5 minutos antes de salir de casa.

De camino, vas charlando con quien sea que te acompañe. El camino puede ser más o menos ameno, hasta que la banda sonora de Tiburón se te clava en la cabeza. Ya está ahí, el paseo marítimo está ahí. Estás a dos minutos de dejar tus vergüenzas al descubierto. Y no quieres. Porque no solo tienes el mar delante, también están las crías de 20 años, y bastantes de 30, sin un gramo de grasa, con los abdominales que tú nunca has percibido en tu propio cuerpo. Van a los kioskos a comprar agua, altavoz en mano, Maluma a toda ostia, aunque eso es lo de menos, porque en tu interior solo hay espacio para Tiburón.

Tragas saliva y continúas. Tus gafas de espejo te susurran al oído: “estás gorda y blanca, ¿acaso no te ves? ¿Dónde vas así? ¿No has tenido tiempo de ponerte en forma en invierno?, ¿Qué has hecho?”, mientras que las gafas violeta responden, “porque no me gusta, llevo una vida sana, estoy sana y es lo que importa, nadie va a imponerme un estilo de vida”, pero ah, hermanas, las gafas de espejo tienen miles de aliados.

Todos esos cuerpos escuálidos que te restriegan los pies por la boca, que se descoyuntan con las palas de playa, las surfistas, las que hacen paddle surf, las que hacen running a las 6 de la tarde por el mismo paseo marítimo en el que a mí me atosigaba la música de Spielberg con 40 grados a la sombra…

Todas son perfectas y tú… la gorda que se repite que está gorda como si eso fuera un castigo divino. Te disponea a hacer un rastreo en busca de compañeras. Y alguna hay. No solo gordas, sino mujeres que no lo están, y que a pesar de eso, esconden su cuerpo bajo camisetas, mujeres que se cubren con la toalla cuando salen del mar… Y te miras, y descubres que haces lo mismo. Las gafas violetas te increpan otra vez, “¿qué haces?” Pero no escuchas. Solo te sientes gorda. No es que lo estés, es que la gordura se ha convertido en un sentimiento. Te sientes gorda.

Y cuando ocurre esto, ya no hay marcha atrás. Solo puedes pensar en eso y en qué postura adoptar para deshacerte de un sentimiento que desprecias y que te lleva a despreciarte por su propia naturaleza y por su incoherencia con ser tú feminista y caer en lo mismo.

Afortunadamente llegas a casa. El suplicio se acaba y tienes tiempo de pensar. Como yo ahora. Te quitas el atuendo playero y vuelves a ser tú. Con todo tu poder. Y te prometes algo: voy a ir, voy a volver a ir, pero conmigo. Voy a llevarme a la playa, voy a cogerme de la mano y no me voy a soltar. Voy a protegerme.

La buena noticia, hermanas, es que a veces lo logras. Y ahí si que te sientes como una diosa. Y esos cinco minutos de diosa que has tenido te dan fuerza para ganar otros diez la segunda vez. Ese es mi récord, diez minutos de empoderamiento en medio de cuerpos esculturales, pero os prometo que mañana serán 15, ¿me dais vosotras también la mano?

 

Por Ángela S Aragón ( @angelasaragon )

 

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