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SOCORRO-CAPÍTULO 4: Nada serio.

Todos sabemos que San Valentín es un día memorable para los enamorados, que piensan en frases románticas para escribir en las tarjetas de los ramos de flores, o el papel que utilizaran para envolver la caja de bombones en forma de corazón. Pero para mí, es el día en el que no puedo evitar acordarme de mis relaciones del pasado, que solo me evocan celos, dependencia y decisiones forzadas.

Desdibujo una sonrisa ingenua al acordarme de Manuel, mi cuarta relación. Le conocí cuando era becaria y parecíamos una pareja idílica, con una perspectiva de futuro típica de las películas de Hollywood con finales felices. Pero esta vez, la chica le tenía respeto al compromiso, odiaba las pedidas de matrimonio tradicionales y no quería tener hijos.

Manuel, en esa época, era un hombre orgulloso y clásico que esperaba encontrar una chica que le complementase y quisiera engendrar a sus hijos. Vamos, quería reproducir el modelo familiar estadounidense de las películas -benditas películas- donde la mujer prepara el desayuno de los niños y despide al marido con un corto beso antes de que se vaya a trabajar.

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Sin embargo, yo que ya venía de vuelta y media, hacía tiempo que no me hacía nada de gracia este estereotipo… cada vez me llamaba más la atención el ideal de mujer independiente y, como es lógico, trastocó todas las expectativas que tenía Manuel sobre mi respuesta ante su aclamada proposición. Habíamos ido a cenar a un restaurante caro (pero de los caros caros, con piano y violines de fondo) y después habíamos ido a ver las vistas al  Templo de Debod… En mi opinión ese día estábamos siendo demasiado pastelosos, pero un día es un día, pensé. Pero como siempre me pasa cuando más a gusto estaba la cagó. Yo no sé que se pensaba, pero si esperaba que, tras arrodillarse ante mí, enseñarme uno de los anillos más caros de la joyería y recitarme los versos que desencadenarían en la pregunta “quieres casarte conmigo”, yo asintiera eufórica entre lágrimas de felicidad, lo llevaba claro.

“Cómo iba a rechazarme”, pensaba Manuel, “si todas las mujeres ansían casarse y ser llevadas al altar hacia los brazos de su prometido”. Lo que él no quería admitir es que yo odio las películas de amor romántico de Hollywood y que no encajo en el rol de la mujer casada y con hijos que la sociedad ha intentado venderme… no quería su molde, tenía el mío propio.

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Lo peor de todo es que no me di cuenta de que me quería dentro de ese molde  hasta su proposición. Claro, yo pensaba “quién no desea formar su propia familia con la persona a la que ama”. Me empapé el subconsciente de la publicidad que realzaba a las familias heterosexuales con normalmente dos hijos, uno niño y la otra niña, que habían alcanzado el clímax que la sociedad te impone. Y ya no solo en la publicidad, también la familia y los amigos, con frases como “cuando seas madre ya verás que…” que ya te condicionan a vivir como tenían previsto para tu futuro. Yo concibo una vida sin ataduras, pero Manuel me dio un ultimátum para adaptarme a sus condiciones. Mi sensor feminista se activó de repente y le rechacé al instante.

¿Si mi sueño es trabajar en otros países, ir moviéndome por el mundo a mi rollo y ser independiente, por qué tengo que aceptar una vida que, para mí, va a ser una represión de mis metas? Si alguien valora mis deseos y quiere formar parte de mi vida es bienvenido, pero no voy a renunciar a mis sueños para seguir perpetuando el estereotipo de la mujer “familiar” que no representa a todas las mujeres del mundo.

FIN DEL CAPÍTULO 4

Por Ariadna España @Ariespaso 

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