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Cuento de Navidad: bocadillo de carne con tres salsas

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Dicen que estos días son más especiales, incluso mágicos. Que las personas nos sentimos más generosas, que hasta creemos en que la suerte tiene forma de décimo de lotería, y sonreímos más. Confieso que no era mi caso.

Aquella mañana del 24, recorría la Cava Baja de camino al mercado para hacer la última compra para la cena. Había pedido la mañana libre porque ese año, me tocaba ser anfitriona, pero yo llevaba la misma prisa que cualquier lunes llegando tarde al trabajo. Si lo hubiera sabido, habría entrado a ver a Mayte y a las demás; tomarme un café con ella y despedirme con un abrazo dándole la enhorabuena. Porque sí, a veces, estos días pueden traer algo de magia incluso a las que ya no escribimos cartas con nuestros deseos.

Ese día tuvo muchas cosas buenas, pero no solo para Mayte…

Cuando sonó el despertador Mayte llevaba ya un rato despierta, repasando mentalmente todo lo que tenía que hacer ese día. Poner cuatro jamones de cerdo a asar con esa combinación de hierbas y especias que había perfeccionado a lo largo de los años y que traía todos los días a un número importante de clientes a su comedor. Cinco pollos, con su pimentón, su aceite y su romero, que hacían las delicias de muchos comensales.

Se levantó y se metió en la ducha. Al salir, como cada jueves, se pesaba en la báscula digital que le habían regalado sus hijas en su último cumpleaños. Otro kilo perdido, si seguía así, al final no le quedaría más remedio que contarles la verdad. Desechó la idea de su cabeza y se enfundó en sus vaqueros. Se puso un jersey sobre la ropa interior y arregló su cabello rizado surcado por miles de hilos plateados. Los últimos años dejó crecer su cabello natural libre de tintes ni mechas. Nunca se sintió más guapa que en este momento.

Mientras se preparaba su café y la batería de pastillas que irremediablemente tenía que tomar, se extendió sutilmente, un poquito de su eterna sombra violeta por los ojos y se dio una capa de rímel. Un poco de corrector, otro poquito de iluminador, los labios de un rojo discreto y lista para enfrentarse a un nuevo día.

Pasó por la lavandería a recoger los manteles que se llevaron a lavar dos días antes. Ese trabajo solía hacerlo India cuando estaba en casa, pero ahora dedicaba su tiempo a cuidar a Carmen que en cualquier momento se pondría de parto. Colocó los bultos en la furgoneta y se dirigió al restaurante. Aparcó en la plaza de garaje que alquiló unos años antes en uno de los bloques cercanos y entró por la puerta de atrás.

Su hija Lola, la saludó con esa permanente sonrisa que lucía desde que conoció a Virginia. Se afanaba en meter los jamones de cerdo en el horno, cubiertos ya por la capa de preparado que estaba hecha de antemano para que se tomasen bien los sabores. Dos días en adobo y la carne, bien asada, se convertía en un exquisito manjar. Lo servían siempre en bocadillos, no hacían otra cosa, solo bocadillos. Unos con la carne según se deshuesaba y otros con la carne picada. Las salsas a elegir, miel y ajo; aceite de oliva, tomillo y orégano o mayonesa con mostaza de Dijon. Cada una llevaba el nombre de una de sus hijas. Servían la carne con un poco de lechuga romana o rúcula cortada en juliana y la clientela se rechupeteaba los dedos cuando mordían los bocadillos y la salsa brotaba por la presión.

Virginia estaba en su rincón preparando los bizcochos caseros que servían de postre. Había ya recogido los panecillos que un obrador de la calle Arenal hacía específicamente para ellas. Parecidos a los bollos de los perritos calientes, pero de pan gallego y algo más alargados. Se abrían solo por arriba para meter todo el relleno sin que nada se perdiese por aberturas innecesarias.

Contratarla había sido un acierto porque introdujo en el menú básico de su restaurante, la posibilidad de un postre. Bizcochos rellenos de trufa con virutas de chocolate por encima, tartas de manzana reineta con mermelada de albaricoque o magníficos sorbetes de mandarina o limón.

Mayte no pedía mucho, no era una jefa exigente que quisiera ganar una estrella Michelin. Solo quería que sus clientes se comiesen el mejor bocadillo de carne con tres salsas a elegir.

Rita y María, cada una ocupada en lo suyo. Rita preparando esas tortillas de patata que lograban que tocases el cielo, algunos días hasta la docena llegaban a servir. Y María ordenando la sala, colocando las mesas después de tener todo listo detrás de la barra. En una hora llegarían los primeros cafés con porras o tostadas. Luego las cañas de mediodía y los pinchitos de tortilla o los pimientos rellenos que Rita hacía por quintales. Cerca de las dos, un sinfín de bocadillos con su bebida y su postre, cubrirían todas las mesas y los taburetes de la barra en varios turnos hasta las cuatro de la tarde, hora en la que se cerraba la cocina. Luego, recoger todo y dejarlo preparado para las cenas. Su restaurante se cerraba todos los días sin falta a las diez y media de la noche. De lunes a viernes y los sábados abrían solo hasta las tres. No se trabajaba los domingos ni los festivos. Después de muchos años, su economía le permitía dejar más tiempo libre a todas las que allí trabajaban. Se había deslomado suficiente a lo largo de los casi cuarenta años que llevaban abiertas las puertas de Mamá Teresa, que era el nombre que llevaba su negocio.  

Como cada mañana, al entrar en la cálida cocina, miraba el título de Psicología que tenía colgado en la pared. Un título que la llenó de orgullo conseguir pero que jamás le sirvió para otra cosa que de elemento decorativo. Allí lucía la firma del rey junto a su nombre y los demás datos. ¡Cuántos años habían pasado desde esa graduación!

Ese verano, se fue con sus amigas a Ibiza. Allí, entre bailes y cubatas conoció a Brian. Inglés, guapo como él solo y que le dejó un recuerdo en forma de primera hija. Cuando descubrió que estaba embarazada, intentó contactar con él en las señas que le dejó escritas en un papel en la mesilla de la habitación de su hotel. Descubrió tristemente que en esa calle no solo no vivía, sino que había una tienda de camisas y por supuesto no conocían a ningún Brian. Llegó a pensar que ni tan siquiera se llamaba así. Meses después nació India. Le puso ese nombre porque era el país que más ganas tenía de visitar. Sonrió al pensar que cuarenta años más tarde no lo había hecho. Como nadie quiso dar trabajo a una psicóloga novata madre de una bebita y harta de que su hija y ella viviesen a costa de sus padres, alquiló el primer local que hoy estaba desaparecido entre las actuales paredes de su restaurante. Contrató a Rita, que se convirtió no solo en su amiga inseparable si no en las dos manos que más necesitaba y juntas perfeccionaron las recetas de asado que Mayte aprendió de su madre y su abuela.

Cinco años más tarde nació Carmen. Hija de Agustín, el novio que en ese momento tenía. Al saber que estaban esperando un hijo, le confesó que estaba casado y que ya tenía otros tres. Salió de su vida tan deprisa como llegó y a día de hoy, no habían recibido de él ni una felicitación navideña. Él se lo perdía.

Y por último Lola. Hija de Leo, el único hombre del qué hasta la fecha, se había enamorado. Compartió con ella y sus tres hijas los diecisiete años más bonitos que podía recordar. Funcionario del ministerio de Asuntos Exteriores, comía todos los días en su restaurante para poder charlar un rato con la mujer que le tenía sorbido el seso. No llegaron a casarse porque las circunstancias no se presentaron, pero fue el padre de las tres, sin distinciones. De hecho, cuando India o Carmen hablaban de su padre, siempre era Leo. Un diecisiete de agosto se marchó para siempre cuando un infarto le dejó muerto en la calle. Le dolió su muerte como no sabía que podía doler nada. A día de hoy, seguía echando de menos el calor de su cuerpo en la cama, a pesar de los casi doce años que habían trascurrido desde entonces.

Ser una madre de tres hijas, sola y sin pareja, que tenía un restaurante en la Cava Baja y que se pintaba los ojos de violeta, le había reportado mil motes distintos. Mala mujer, mala madre, zorra, buscona, atrapa hombres…Mayte, había sabido convivir con ellos, no permitir que minasen su dignidad y seguir adelante. Vivieron en un pisito minúsculo encima del local durante muchos años, hasta que Leo y ella compraron la casa donde ahora vivía. Entre hornos y ollas se criaron las tres, haciendo los deberes mientras su madre y Rita preparaban comidas y cenas. Mayte estaba orgullosa de ellas. Las dos mayores habían estudiado. India una ingeniería de montes y Carmen, derecho. Lola no quiso terminar la carrera de enfermería y desde siempre estuvo muy implicada en el restaurante.

Mayte se jubilaba ya. En dos meses cumpliría sesenta y cuatro años y dejaba el negocio. Pensar en venderlo le comía por dentro. Toda ella estaba en esos manteles, en esa barra y en esos bocadillos de carne. Se había hecho un sitio en un lugar repleto de restaurantes, aguantando incluso momentos en los que pensó mil veces tirar la toalla. No lo hizo y ahora su orgullo le recordaba lo bien que lo gestionó. ¡Qué bueno era eso de sentirse bien con una misma!

—¿Mamá, podemos hablar contigo un momento? —preguntó Lola.

—Si por supuesto —contestó su madre.

La joven tomó a su madre de la mano y salieron juntas de la cocina para sentarse en una mesa a la que en pocos segundos se unió Virginia.

—Mamá, queremos pedirte una cosa. Las dos.

—Pues vosotras diréis.

Lola miró al techo y buscó las palabras adecuadas para decirle a su madre lo que llevaba escondiendo varios meses.

—Virginia y yo nos vamos a casar. El doce de enero, en el ayuntamiento de Aranjuez, su pueblo.

—¡Madre mía Lola! ¡Qué alegría más grande No sabéis lo feliz que me hacéis! Virginia sabes que te aprecio muchísimo y estoy segura que vais a ser muy felices. Prepararemos una boda preciosa, además que eres la primera de esta familia que se casa. ¡Qué contenta estoy por las dos!

—Gracias mamá, vamos a tener una boda intima, solo la familia y los más allegados. Lo vamos a celebrar en una finca que hay en el mismo Aranjuez, es preciosa y si tenemos suerte y nieva, será un día lindísimo.

—Veréis que bien vamos a estar, ay de verdad, que alegría me dais. ¡Y qué calladito te lo tenías! ¿Necesitáis que haga algo? Cualquier cosa, en serio.

—Nada Mayte, está todo organizado. Queríamos también decirte otra cosa – añadió Virginia.

—Más noticias, pues qué bien. Me encantan las sorpresas.

—Mamá, nos gustaría quedarnos con el restaurante y llevarlo nosotras cuando te jubiles.

Mayte se quedó callada. Era algo normal, su hija llevaba muchos años con ella y era algo como previsible, pero oírlo así, le produjo cierta sensación que no pudo identificar.

—Pero cielo, habíamos hablado de venderlo. Esto también es de tus hermanas.

—Esa parte está arreglada. La verdad es que va a ser de las cuatro. Te lo compramos entre todas. India y Carmen, serán como socias capitalistas, pero el negocio lo defenderemos Vir y yo.

—No puedo permitir que me compréis nada hija, esto es vuestro tanto como mío.

 —No mamá, está decidido y es inamovible. O nos permites que te compremos el negocio o nos vamos a otro sitio.

Mayte miró a su pequeña. Tenía casi treinta años. Era la que más se parecía a ella. Tan decidida, tan segura de sí misma. Tan madura.

—Pero es que me parece un abuso venderos lo que es vuestro. Dejadme al menos que lo piense ¿vale? Aunque acepte tendremos que llegar a un acuerdo. Nunca permitiré que me paguéis lo que valdría si se vendiese a un extraño.

—De acuerdo, pero queremos que vivas lo mejor posible, la pensión está bien, pero podrás por fin hacer ese viaje que tanto has deseado toda la vida. Solo queremos que tengas la tranquilidad que te has ganado, que viajes, que disfrutes todo lo que no has podido hacer durante todos los años que has estado en esta cocina.

—¿Tus hermanas están de acuerdo?

—Sí, esta todo hablado y decidido. Carmen tienen los papeles preparados solo para que los firmes cuando tú quieras.

—Lo haremos así, pero solo os vendo el negocio. El local es ya de las cuatro, por ese no vais a pagarme ni un euro. Mi parte es un regalo. Total, en dos meses me iba a marchar así que podré seguir viniendo a veros siempre que me apetezca.

—Con una condición, – dijo Virginia.

—¿Cuál?

—Que nunca más vendrás a trabajar, solo como clienta —sonriendo.

—Eso está hecho. A mí me duele ya mucho la espalda. Ahora os toca a vosotras dar el callo.

El día había empezado muy bien pero como decía la canción siempre hay alguien que lo jode.

—Mayte ¿puedes salir un momento?  —preguntó Maria desde la barra mientras asomaba la cabeza por la puerta de la cocina.

Salió secándose las manos y se encontró con alguien a quién no le apetecía nada ver.

—Hola Karim.

—Hola Mayte, me gustaría hablar contigo un momento si es posible.

—Me pillas en plena faena ¿no puede ser más tarde?

—Va a ser muy poco tiempo, te lo aseguro.

—Dale, venga, dime que me tienes que decir.

—Tu y yo no empezamos siendo buenos vecinos.

—¿Y de quién es la culpa? Te recuerdo que viniste un día a decirme que tendría que cerrar el local porque no era normal que hubiera dos sitios tan parecidos en una calle tan corta como esta. Que lo vuestro era tradición y lo mío mero intrusismo. A mí, que llevaba aquí muchos años antes de que tú nacieras.

—Fui impertinente y lo siento, pero por lo menos, podrías haberte puesto en mi situación por un momento, yo empezaba con el kebab y tenerte aquí a dos pasos no me ayudaba en nada a lanzar mi negocio. Al fin y al cabo, nos dedicamos a lo mismo.

—No, yo tengo un negocio y tu otro. Son distintos, con clientelas distintas. Si Casa Lucio ha sobrevivido a mi lado tantos años tú también podías —dijo Mayte con sorna.

—¡Me vas a comparar los negocios! — Mayte le miró como pensando “qué tiene Lucio que yo no tenga, pero bueno” —Vamos a dejarlo que no tengo ganas de discutir hoy.

—De acuerdo, yo tampoco quiero recordar ese día si no te importa. Pero ahora las cosas han cambiado, te jubilas y creo que es el mejor momento para que tú y yo hagamos negocios.

—¿Qué negocios?

—Véndeme el local.

—No

—¡Qué rotundo! ¿Por qué? Te lo compro de forma legal con el precio lógico que vale. No tengo intención de engañarte.

—Pues porque no quiero, así de simple

—No lo entiendo ¿por qué no quieres? Eres una cabezota.

—Puede. Aun así, no te vendo el negocio, ni el local ni nada.

—¿No te das cuenta de que me harías un favor? Tú local es más grande y a mí me vendría de perlas. ¿Qué vas a hacer? Si no te lo compro yo, no creas que te será fácil deshacerte de él.

—Ya, es posible, pero es que no voy a deshacerme de él.

El hombre se echó a reír.

—¿Y qué pretendes? ¿Ser la anciana que viene a su local a llorar sus glorias pasadas viendo cómo se deteriora por falta de uso? Te conozco, seguro que crees que tienes un sitio que vale un dineral pero ya te digo yo que como se están vendiendo ahora, no le vas a sacar tanto y un traspaso…eso ya no lo quiere nadie.

Mayte no lograba imaginar de dónde salían todas esas afirmaciones. Ese hombre no sabía nada de ella, ni de lo que pensaba o no hacer con su negocio y ya estaba dando lecciones.

—¿Por eso lo quieres? ¿Por qué crees que no vale nada?

—A ver qué valer, vale. No quizá lo que tú piensas que vas a sacar, pero no es barato.

—Mira Karim o ¿prefieres que te llame Jose que es el nombre que te pusieron tus padres el día que naciste en Melilla? Que tú tienes de turco lo que yo de obispo, esto es un patio y nos conocemos todos. Cuando llegaste aquí con tus ínfulas y tus kebabs, me hiciste una autentica campaña de desprestigio. Le hablabas mal de mi negocio a todos los que quisieran escucharte y me las hiciste pasar muy estrechas durante un tiempo. Acosaste a mis hijas, las metías miedo tú y tus amigotes. Tengo muy buena memoria eso no lo dudes y aunque me estuviera muriendo de hambre no te vendería mi local ni loca. Así que recoge tu ego y sal por la puerta. A ver si con un poco de suerte no te vuelvo a ver la cara en mucho tiempo.

—Te arrepentirás de tu soberbia Teresa, soy tu mejor opción. No lo olvides. En nada estarás en mi puerta pidiéndome que te compre el negocio y entonces el mango de la sartén lo tendré yo.

—¡Pero qué iluso eres! Con la edad que tienes y todavía no has aprendido nada. ¡Una sartén! Madre de mi vida, si no sabes ni encender un fuego o poner un horno. Tu vendes comida prefabricada y nosotras cocinamos. Mira, vete ya antes de que me harte y llame a los municipales que están en Puerta Cerrada. Y no vuelvas a llorarme ni a ponerte chulo, no te soporto de ninguna de las dos maneras.

—No son lloros, es justicia. Vosotras solo queréis joderme la vida. Desde que llegue lo habéis intentado.

—Karim, no nos importas lo suficiente como para perder tiempo en joderte la vida. Sal de mi casa y piénsatelo muy bien antes de volver a poner los pies aquí. Que no eres bien recibido.

—Esto no acaba aquí ya lo sabes. Volveremos a hablar del asunto cuando estés con la soga al cuello.

—Sí, seguro, tira anda —dijo ella señalando la puerta con el brazo.

Cuando volvió a la cocina, Rita sonreía mirando a su amiga. Las dos sabían lo que ambas pensaban.

—Mama, acaba de llamar India, Carmen esta de parto. Se van al hospital.

—¡Pero si le faltan al menos dos semanas! Tendría que nacer para Reyes.

—Pues me parece que este año en casa llega Papá Noel, no los tres magos. ¡Vamos a tener un bebé! —dijo Lola super emocionada.

—Pero es que ahora no me puedo ir, en nada esto estará a rebosar…

—Nos ocupamos nosotras Mayte —dijo Virginia desde su rincón —por eso no te preocupes,

—No, no, ahora no me voy, además es primeriza y tarda unas cuantas horas, hay tiempo.

Rita giró hacia su jefa y comenzó a quitarle el delantal.

—Pero quita ¿qué haces? Que no me voy ahora, coño.

—Te vas inmediatamente. Tu hija te necesita más que nunca. No voy a permitir que la pobre pase por eso sin su madre ¿me oyes? Que yo también he parido y sé lo que es. Nosotras nos valemos para sacar el tajo adelante, pero ella tiene que tener a su madre al lado. India es su hermana, no su madre.

Mayte se dio cuenta que Rita tenía razón. Su hija estaba de parto y nadie mejor que ella para acompañarla y entenderla. No podía dejarla sola.

 —Vale, no te pongas así, me voy. Lola, toma las llaves de la furgoneta que luego hay que llevar la ropa a la lavandería y traer el segundo lote. Y pasa a por especias que no quedan muchas…

—¿Te quieres ir de una puñetera vez? Que se lo que tengo que hacer, mamá. Y las demás también. Llámame en cuanto sepas algo.

Salió del restaurante y cogió un taxi en la calle Toledo. India la esperaba en la puerta del hospital y subió con su madre hasta la planta de maternidad.

—Carmen está en una habitación, todavía no está muy dilatada y el médico ha dicho que mejor esperar un poco.

—¿Cómo está?

—Hecha un manojo de nervios

—Pues nada a tranquilizarse que esto puede ser largo.

Al llegar a la habitación, la enfermera ayudaba a su hija a ponerse de pie porque tenía ya las contracciones muy seguidas. En pocos minutos había dilatado bastante y la comadrona aconsejó que la llevasen la zona de dilatación. Si seguía así, su hijo nacería en cualquier momento.

—¡Ay mi niña!

—Tengo miedo mamá, y me duele mucho —Carmen alargó la mano para coger fuertemente la de su madre.

—¿No te han puesto la epidural?

—Está yendo demasiado rápido. Empezó despacio, sin embargo, en pocas contracciones ha dilatado mucho. Ya no hay tiempo —comentó la enfermera.

—Bueno, pues al lio, esto es un trámite, en nada, tienes a tu hijo o hija en brazos. Como no has querido saber el sexo del bebe, tendremos sorpresa. ¿Lo sabe Alberto?

—Sí, ha dicho que vuelve esta noche, que siente mucho no estar aquí pero que me desea suerte.

—¡Qué considerado!

—Mamá por favor, ya lo hemos hablado, yo no le quiero y él a mí tampoco. Esto fue un accidente y lo vamos a llevar lo mejor posible ¿de acuerdo?

—Tienes razón no es el momento de hablar de eso ahora.

—India ¿quieres ser la madrina del bebé?

La mujer se sorprendió bastante. No sabía que su hermana le iba a ofrecer algo así. Estaba casi segura que sería su madre.

—Pues claro que quiero cariño, menuda alegría. Le voy a querer tanto que me tendrás que echar de tu casa.

—¿Mamá? ¿y si es un chico? —preguntó Carmen ya sentada en la silla de ruedas y camino de la sala de dilatación.

Mayte se quedó un momento callada. No había hombres en sus vidas. India estaba soltera, Carmen tendría un hijo soltera, porque como ella había afirmado, no estaba enamorada de Alberto, el padre de la criatura. Lola era lesbiana y se casaba con Virginia. Ella había tenido tres hijas y salvo un lapsus de tiempo, siempre habían estado las cuatro solas.

—Será maravilloso. Da igual lo que tengas cariño, lo importante es que esté bien, sanito y que sea muy feliz.

—No voy a saber cómo criar a un niño.                

—Lo harás muy bien, te lo aseguro. Te ayudaremos entre todas. Viene a una familia muy feliz y que le va a querer sin medida.

Antes de cruzar las puertas que la llevarían a uno de los momentos más complejos y maravillosos de su vida, su hija preguntó:

—¿Cómo se cría a un hombre, mamá?

Su madre la miró a los ojos. Sudaba por la frente y empezaba a mostrar rastros de agotamiento en su rostro. Las manos y la nariz hinchadas, los labios entreabiertos y una eterna expresión de dolor, eran indicios de que ya no quedaba mucho. Su Carmen iba a ser madre en muy poco tiempo y había que calmar sus miedos para ayudarla a concentrarse en el tramo final.

—Pues no lo sé, tesoro, porque solo he criado hijas, pero imagino que de la misma manera. Queriéndole mucho, enseñándole a ser un ser humano honesto, decente y libre de prejuicios. Como una persona libre. Igual que yo os he criado a vosotras.

Por Belén Moreno  @belentejuelas

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