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Brujas y parteras: memoria de la apropiación

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El sistema de poder patriarcal tiene por objeto de apropiación los cuerpos y las capacidades sexuales-reproductivas de las mujeres. Este rasgo se ha perfeccionado, racionalizado e incluso industrializado con el surgimiento del sistema capitalista.

Así como Francisca F. Guillén indicaba que son los hombres quienes dominan la cúspide del complejo médico-farmacéutico-académico[1], en “Brujas, parteras y enfermeras, una historia de sanadoras” (1973) Barbara Ehrenreich y Deirdre English señalaban que en Estados Unidos el 93% de los médicos eran varones y casi todos los altos cargos directivos y administrativos de las instituciones sanitarias estaban ocupados por ellos; al mismo tiempo que la gran mayoría del personal sanitario era femenina. Las mujeres componían un 70% de mano de obra dependiente en una industria dirigida por los hombres, una mayoría que desarrollaba trabajos anónimos y marginales al servicio de los profesionales varones dominantes.

La relación entre la expulsión de las mujeres de la medicina y el sexismo imperante en la organización patriarcal de la sociedad tiene, por supuesto, su correlato histórico. Hemos sido expulsadas de la medicina incluso en la rama que es por excelencia el área de tratamiento y conocimiento específico de nuestros propios cuerpos: la obstetricia y la ginecología.

Ehrenreich y English[2] afirman que la medicina forma parte de nuestra herencia de mujeres, que es nuestro legado ancestral en tanto las mujeres siempre han sido sanadoras. Ellas fueron las primeras médicas, anatomistas y farmacólogas, poseedoras de conocimientos sobre el embarazo, la anatomía de la mujer, el parto y los métodos para facilitarlo; unos conocimientos acumulados durante siglos que luego fueron robados y reproducidos en tratados escritos por “científicos cultos”, o tildados peyorativamente de hechizos paganos, fábulas de viejas y superstición.

Y es que las autoras denuncian que, efectivamente, el predominio masculino en la medicina y en áreas específicamente destinadas al tratamiento del sexo femenino es la expresión de una toma de poder activa por parte de los profesionales varones, el resultado de una lucha política que forma parte de la historia más amplia de la lucha entre los sexos. Mientras se estima que hasta el siglo XVIII el parto era mayoritariamente competencia de las mujeres, la campaña contra las sanadoras y parteras comenzó unos cuantos siglos antes y la caza de brujas fue el principal instrumento de expulsión de las mujeres de la medicina, así como de la apropiación de los saberes sobre sus propios cuerpos y de la apropiación de sus cuerpos mismos.

De los millones de víctimas que se estima se cobraron los tiempos de la Inquisición, se estima que el 85% de todos los condenados eran mujeres: viejas, jóvenes y niñas. Varias autoras apuntan a que la caza de brujas fue un verdadero genocidio (o, más bien, ginecidio) a la vez que uno de los más invisibilizados en la historia y la memoria de la humanidad. La caza de brujas no respondió a temores espontáneos y supersticiosos ni a brotes histéricos de turbas enfurecidas con antorchas y tridentes, como en muchas ocasiones pretende reflejar la cultura popular: fueron campañas sumamente racionalizadas, que siguieron procedimientos bien regulados y respaldados por la ley, y que fueron financiadas, iniciadas y ejecutadas por la Iglesia y el Estado.

Las tres acusaciones principales que se dirigían contra las mujeres torturadas y asesinadas consistían en el liso y llano hecho de poseer una sexualidad femenina; en estar organizadas; y en que tenían poderes mágicos sobre la salud, conocimientos ginecológicos y capacidades curativas. Era especialmente clara la asociación entre la bruja y la partera: Kramer y Sprenger, los escritores del Maleficarum Malleus (la guía por excelencia empleada por todos los inquisidores para la persecución de las mujeres acusadas de brujería) afirmaron que “nadie causa mayores daños a la iglesia católica que las parteras”.

En el siglo XIII, un siglo antes del inicio de la caza de brujas, la medicina comenzó a afianzarse en Europa como ciencia laica y como profesión, iniciándose una campaña activa contra las mujeres sanadoras, aquellas mujeres instruidas que competían con los médicos doctorados por la atención a la misma clientela urbana. Su implantación como profesión para cuyo ejercicio se exigía formación universitaria facilitó la exclusión de estas mujeres en tanto su acceso a las universidades estaba vetado (por ser mujeres).

De las sanadoras campesinas y populares se encargó la caza de brujas. Además de exterminar cantidades impresionantes de mujeres sabias de manera sistemática, esta campaña significó un proceso de creación de estigma que cargó a las sanadoras con las marcas de la suciedad, la perversidad y la superstición (a pesar del carácter esencialmente empírico e indagatorio de su práctica), y que allanó el camino para que en los siglos XVII y XVIII los médicos pudieran empezar a invadir el último bastión de las sanadoras: la obstetricia.

Es destacable el hecho de que los períodos de mayor intensidad en tortura y asesinato de mujeres no coinciden tanto con el apogeo del feudalismo y la plena Edad Media, sino con la época histórica de surgimiento del capitalismo y formación de las instituciones económicas y políticas típicas del capitalismo mercantil. Fue después de mediados del siglo XVI cuando empezó a aumentar la cantidad de mujeres juzgadas como brujas, alcanzando su punto máximo entre los años 1580 y 1630 en un momento en que, además, la iniciativa de la persecución pasó de estar en manos de la Inquisición a nacer predominantemente de las cortes seculares.[3]

Esto coloca a la caza de brujas como un hito fundamental en la consolidación del sistema socioeconómico que rige nuestra actualidad. Si para la acumulación originaria que fundó el capitalismo fueron de gran importancia los cercamientos de las tierras previa expulsión del campesinado y el saqueo de recursos en las colonias americanas, igual de importante o más aún fue el cercamiento de los cuerpos de las mujeres y la apropiación de sus capacidades sexuales-reproductivas.

En “Nacemos de mujer” (1976) Adrienne Rich señala que en la vida prepatriarcal, hace ya decenas de miles de años, el símbolo de lo sagrado, lo potente y lo creativo era la mujer, y que con el advenimiento del sistema patriarcal los hombres crearon una estructura que volvió contra la mujer su propia naturaleza orgánica y la fuente de sus poderes originales, reduciéndola a la función de una incubadora a la que impregnar para que posteriormente les entregue (a los hombres) sus hijos. “Cada vez más, se considera el poder elemental de la mujer como un servicio, como una función que ella realiza”. De este modo, por ejemplo, la iglesia medieval sostenía que “un homúnculo minúsculo, plenamente conformado, completo, con alma, fue depositado por el hombre en el cuerpo de la mujer, que actuó de simple incubadora.” Aquí vemos perfectamente expuesta la negación-apropiación de las capacidades creadoras de las mujeres a las que hacía referencia Isabel Aler cuando decía que:

El matricidio es el crimen civil más negado de la humanidad. La negación del poder creador de las mujeres, de sus obras y criaturas, es el presupuesto que hace posible la Ley del Padre en esa gran empresa civilizadora que hoy ha logrado globalizar el mundo como mercado capitalista.

(Isabel Aler, 2012)

 

Adrienne señala que de la mano de esta progresiva reducción de las mujeres a la maternidad cual función mecánica y al servicio de los hombres, y a medida que aparecían condensadas las figuras del partero y el obstetra en una sola persona, se dio a la vez una identificación de feminidad y sufrimiento:

Nunca se dice que una mujer podría aprender para comprender por sí misma el proceso [del parto] y cooperar para su desarrollo con su carácter e inteligencia; y sus dotes instintivas y físicas. El mayor elogio que se brindaba a la madre en aquellas circunstancias era el “coraje” con que soportaba pasivamente el sufrimiento.

(Adrienne Rich, 1976)

 

El sufrimiento pasivo alcanzó una identificación con la experiencia arquetípica del parto, tomándose como un destino universal y naturalmente femenino y trasladándose “a todas las esferas de nuestra experiencia”.

La mayoría de las mujeres, dice Adrienne, llega al parto como si se tratara de un acontecimiento misterioso, una especie de suplicio o experiencia extrema, y casi nunca se lo considera “como la forma de conocer nuestro cuerpo y congraciarnos con él, ni de descubrir nuestros recursos físicos y psíquicos”.

De este modo, procesos fisiológicos de nuestros propios cuerpos como lo son el embarazo y el parto se presentan ante nosotras como oscuros y ajenos. El parto, en el contexto patriarcal expresado en la violencia obstétrica y en la apropiación de las capacidades, las creaciones y la riqueza humana de las mujeres, es un parto enajenado. Adrienne Rich sostiene que el patriarcado enseñó a las mujeres que su valor dependía directamente del nacimiento de esa nueva vida, sobre todo en caso de parir un varón.[4]

Como medio de reproducción, sin el cual las ciudades y las colonias no podrían expandirse, sin el cual la familia desaparecería (…) la mujer se vio colocada en el punto de convergencia de una serie de fines que le eran ajenos, pero que a menudo hizo suyos (…) Después de aceptar este fin propuesto por el patriarcado, la mujer puede encerrarse en la feminidad (…) y así se relacionan para ella el dolor y el sufrimiento como su valor último en el mundo.

(Rich,1976)

 

En estas ideas se hace claramente visible cómo la identificación del sufrimiento, la pasividad y el masoquismo con la “feminidad” se une a la perfección con la idea de maternidad como destino de las mujeres. El rol realizado que el patriarcado parece reservar para nosotras es el de madres, pero bajo unas condiciones específicas: las capacidades creadoras que tienen lugar en nuestros propios cuerpos son puestas completamente al servicio de los intereses patriarcales, llámeseles reproducción de la fuerza de trabajo, crecimiento demográfico o expansión colonial. Nuestro poder de dar vida es vuelto, consecuentemente, en nuestra contra, en la medida en que se nos reduce a incubadoras al servicio de unos intereses que no son los nuestros y bajo unas condiciones creadas y llevadas a cabo por una institución y unas leyes de cuyo gobierno y planeamiento las mujeres fuimos históricamente excluidas.

En su libro “Nuestra sangre” (1976) Andrea Dworkin utiliza los términos “negativo” y “positivo” para explicar la asignación de cualidades distintivas a un sexo y a otro. Mientras que el sexo masculino es socialmente cargado con cualidades positivas (activos, fuertes, valientes) el sexo femenino es puesto como representativo de la negatividad: según los mandatos del género en tanto construcción sociocultural al servicio del sistema de poder patriarcal, las mujeres debemos cumplir con los atributos de la temerosidad, la debilidad y la pasividad (pasividad que puede observarse, como ya fue indicado, en el rol de inacción y resignación al sufrimiento en que se nos coloca en la gestación y en el parto). Se nos consigna a una vida de “negatividad intelectual y creativa” para afirmar dichas capacidades en los hombres, de modo que cumplimos con la “feminidad” “en la medida en que nuestras facultades mentales son aniquiladas o repudiadas” y estos ataques contra nuestras facultades creativas en el campo intelectual forman un todo completo con la apropiación del fruto de nuestros vientres en el campo material y físico.[5]

En el extraño mundo creado por los hombres, el emblema físico primario de la negatividad de la hembra es el embarazo. Las mujeres tienen la capacidad de gestar bebés; los hombres no. Pero ya que los hombres son positivos y las mujeres negativas, la incapacidad para gestar es considerada una característica positiva, y la habilidad para hacerlo es vista como negativa. Ya que las mujeres son fácilmente distinguibles de los hombres en virtud de esta sola capacidad, y ya que la negatividad de la mujer siempre es establecida en oposición a la positividad del hombre, la capacidad para gestar es usada primero para establecer, y luego para confirmar, su estatus de negativo o inferior al hombre. El embarazo se convierte en una marca física, un símbolo que designa a la embarazada como auténticamente hembra. Gestar, peculiarmente, se vuelve la forma y substancia de la negatividad de la mujer.

(Andrea Dworkin, 1976)

 

En la violencia obstétrica se condensan y se hacen explícitas las lógicas patriarcales más antiguas de sometimiento y apropiación de nuestras capacidades creadoras. Desde la iglesia medieval afirmando que el hombre deposita cual semilla un ser completo y ya formado en un cuerpo femenino sucio y maldito que sólo lo alberga durante nueve meses, pasando por los tribunales de la Inquisición puntualmente ensañados contra las mujeres sabias, soberanas de sus propios cuerpos; hasta los obstetras y parteros en los hospitales argentinos, españoles y de todo el mundo instando a las mujeres a “dejarse hacer”, acallando sus quejas y menospreciándolas, condenándolas moral y hasta penalmente cuando son sospechadas de haberse realizado un aborto o castigándolas verbalmente por el simple hecho de haber tenido sexo, la apropiación y el sometimiento de las mujeres y sus capacidades constituye un pilar fundamental de una injusticia sexual que sigue reproduciéndose a través de los siglos.

 

[1] Fernández Guillén, Francisca, ¿Qué es la violencia obstétrica? Algunos aspectos sociales, éticos y jurídicos, 2015.

[2] Ehrenreich, English, Brujas, parteras y enfermeras, una historia de sanadoras, 1973.

[3] Federici, Silvia, Calibán y la Bruja, 2004.

[4] Rich, Adrienne, Nacemos de mujer, 1976.

[5] Dworkin, Andrea, Nuestra sangre, 1976.

Por Sol Tobia (@SolTobia )

 

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