A lo largo de la historia, se puede evidenciar que cada vindicación conseguida por las mujeres, tiene como consecuencia el cuestionamiento político de qué o cómo debe ser una mujer. En la II República, las mujeres españolas consiguieron derechos muy importantes, como el derecho al voto, el acceso a la vida pública, a la educación, derechos civiles, como la primera Ley del Divorcio, e incluso una ley de interrupción voluntaria del embarazo ya iniciado el golpe de estado del 36. La nación, tras la salvaje contienda, quedó en un estado tan lamentable que las personas sólo tenían dos objetivos: reconstruir un país destrozado, lleno de tristeza y ausencias, y comer cada día.
Con los años, las personas que sobrevivieron al conflicto bélico, aun en silencio y acobardadas, salieron adelante. Las mujeres aprendieron de nuevo a volver a sus casas para criar y cuidar, olvidándose de aquel sueño efímero: ser ciudadanas de pleno derecho. El patriarcado, vestido de fascismo, inició diversas campañas por todos los medios habidos y por haber para enseñar a las mujeres cómo debía ser una mujer. La Sección Femenina y manuales -como La Vida Conyugal y su Tratamiento del Dr. Vande, que dividía el mundo en el mundo de la razón (la lógica y el pensamiento frío), el de los sentimientos (amor maternal, cariño y sentimientos elevados) y el de los instintos (hambre, instinto genésico y de conservación)- fueron, entre otros, una magnífica campaña propagandística de lo que debía ser una mujer.
En el S. XXI no nos preguntamos cómo es una mujer; el planteamiento actual cambia el cómo por el qué: ¿qué es ser mujer? De nuevo estas cuestiones aparecen justo después de conseguir importantes logros que nos ayudan a avanzar en igualdad (por lo menos formalmente): leyes de protección contra la violencia, medidas compensatorias, derechos sexuales y reproductivos…, todo ello unido a un emergente movimiento feminista que no se calla y que sale a la calle a exigir cada día lo que corresponde a la mitad de la población por justicia social.
¿Qué ha pasado para que, de nuevo, se cuestione el concepto de ser mujer?
En los años 90 apareció una nueva teoría, la queer, siendo Judith Butler una de sus máximas exponentes. Sus argumentos filosóficos afirman que la opresión de las mujeres no es consecuencia directa de sus capacidades reproductivas y sexuales, y cuestiona la existencia del sistema patriarcal como base de la dominación masculina sobre la femenina.
La teoría queer sostiene que tanto sexo como género son constructos sociales, es decir, hombre y mujer no son categorías fijas y universales, sino que pueden cambiar a lo largo de la vida y varían en cada cultura, además de rehusar la opresión por sexo. Según esta teoría, es posible realizar la revolución individual siguiendo el itinerario que marca el neoliberalismo, colocando al sujeto oprimido como culpable de su propia opresión. No es el sexo la causa de la opresión femenina, sino como lo expresas.
¿Cómo se llega a teorizar sobre todo esto? Tan sencillo como asegurando que a las mujeres nos oprimen por “cómo nos ven”, negando el sistema de dominación/opresión creado para mantener el patriarcado.
Lo peor de todo es que quien ha dado pie a estas teorías de la postmodernidad ha sido el propio feminismo institucional (Alicia Miyares sostiene que tiene su origen en el feminismo anglosajón y su vocablo gender), al aceptar la sustitución del concepto “mujer” por el concepto “género”, que se convirtió en el apellido para todo: perspectiva de género, violencia de género, estudios de género… Nuria Varela, en su último libro Feminismo 4.0 La Cuarta Ola, asegura que el género murió de éxito[1]. Varela recoge multitud de acepciones para definir género, algunas absolutamente dispares y contrarias a otras, lo cual crea una gran confusión en ciertos sectores.
Cuestionar la definición de mujer y, por ende, el sujeto del feminismo, quita poder a las mujeres, como manifiesta la filósofa Ana de Miguel. Se niega la histórica dominación de los hombres hacia las mujeres, su uso y abuso de nuestras capacidades sexuales y reproductivas en una época donde aumenta peligrosamente el consumo de la pornografía, la prostitución y la explotación reproductiva de la mano de la globalización. Se antepone la diversidad a la igualdad y se incluye a la mujer como parte de esa diversidad, cada vez más difuminada. La mujer como clase social ya no existe.
La teoría queer al negar la existencia del patriarcado convierte al feminismo en un movimiento de colorines donde todo cabe, porque casi 80 años después del Dr. Vande, las mujeres seguimos viviendo en el mundo de los sentimientos.
Muerta la mujer como clase social oprimida, crece su vulnerabilidad ante las industrias que utilizan su cuerpo como medio de producción: la industria tecnorreproductiva. Si iniciamos una revolución individual, ¿qué mejor revolución que liberar de la carga de la maternidad a las mujeres, desligando dicha maternidad de la gestación? Deshumanizar el embarazo, convertirlo en un proceso enajenable del propio cuerpo de la madre se está vendiendo desde sectores que, sin ninguna vergüenza, valoran en euros la vida humana.
Al fin y al cabo, si todo es construido, «¿quién nos asegura que la maternidad no es también construida?» (Miyares, Gijón, julio 2019).
Esta disociación gestación/maternidad no es nueva. Sabemos que en tiempos bíblicos, cuando la esposa era infértil, era la sierva la que paría los hijos e hijas del amo. Pero esta disgregación tiene su origen en la esclavitud de las mujeres negras en EEUU. Angela Davis cuenta que las mujeres negras fueron alabadas por su fertilidad. La que era madre de 10 o 14 hijos era un tesoro, pero no eran respetadas por ello, seguían siendo esclavas. No eran madres, sino instrumentos que garantizaban el crecimiento de la fuerza de trabajo. Eran ganado de cría: como no eran consideradas madres, sus bebés podían ser vendidos[2]. Empieza a sonaros, ¿verdad?
Todo esto viene unido a unas leyes sobre derechos reproductivos que dejan la puerta abierta a la interpretación, donde no se especifica que en España los vientres de alquiler es una práctica prohibida y no se considera como una de las “técnicas de reproducción humana asistida” a las que tienen derecho todas las personas, incluidas, obviamente, las del colectivo LGTB.
Las feministas sabemos que el lenguaje construye la realidad, por eso nos oponemos a una ley donde se habla de «personas con capacidad de gestar». A pesar de no existir datos considerables de hombres trans que hayan parido (me aventuro a afirmar que no hay ni un solo caso en España), se cambia el concepto de madre por el de -¡ojo!- progenitor gestante, masculino singular (no progenitora/progenitor), cuando quienes paren cada día en España son mujeres, son madres. Años luchando por construir un lenguaje no sexista que nos incluya a las mujeres, para llegar a esto: del masculino singular a la sombra del hombre como centro del universo, al masculino singular a la sombra de la inclusión de la diversidad… Como si fuéramos un colectivo más de los márgenes.
Es cierto que hay muchas personas LGTB que son contrarias a esta práctica aberrante, pero hay colectivos y asociaciones cuyo posicionamiento es claramente favorable a ella. Luchan por la igualdad de sus colectivos, pero exigen como derecho usar y abusar de una mujer para cumplir un deseo de paternidad o maternidad.
Concluyo advirtiendo que personas activistas por una legislación favorable a los vientres de alquiler, personas que se declaran abiertamente queers, nos acusan a las feministas contrarias a esta práctica de dar a las madres explotadas el espinoso papel de malas madres que venden a sus hijas e hijos, de estigmatizarlas, de coartar su poder de decisión y libertad y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, de transfobia por impedir a las personas LGTB acceder a esa práctica. No dudan en mostrar su desacuerdo con la actual legislación que otorga la filiación por parto, algo muy inadecuado para el constructivismo queer, una cuestión muy bien analizada por la filósofa Alicia Miyares[3].
Como mujeres feministas, tenemos la obligación de seguir la corriente natural de nuestro movimiento y empezar a resurgir con una nueva ola, un tsunami que nazca de nuestra rabia para alcanzar ese feminismo postgénero del que habla Rosa María Rodríguez Magda. Se lo debemos a las que nos preceden.
Porque fueron, somos; porque somos, serán.
Por Inma Guillén @SAGATXU
(Con la colaboración de Berta O. García en la corrección de estilo)
[1] Nuria Varela, Feminismo 4.0 Feminismo 4.0 La Cuarta Ola
[2] Maldita RadFem, Un llamado a las feministas a recordar la historia y la naturaleza de la opresión en base al sexo sufrida por las mujeres
[3] Alicia Miyares para Tribuna Feminista, El «régimen gestocéntrico de la filiación» y la Teoría Queer
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