Érase que se era, bajo el frío invernal del océano Ártico, en las laderas más recónditas del Polo Norte, una mujer como otra cualquiera. No sabemos su edad, ni su altura, ni su peso, pero no importa. Era una mujer y como el resto de mujeres sobre la faz de la tierra, desde las sureñas hasta las orientales, desde las caucásicas hasta las bereber, su carrera profesional la tenía que combinar con el trabajo doméstico.
Mamá Noel era su nombre. Puede que ahora nos cambie el cuento. Puede que nos suene su apellido. Pero pese a la impuesta pérdida de individualidad fruto de su matrimonio, la señora Claus tenía nombre propio. ¿Cuál? No lo sabemos. Llamémosla Mary.
Mary era la dueña de la fábrica de juguetes más grande del mundo. En ella trabajaban más de doscientos duendes de la Navidad que se encargaban de recibir las cartas de los niños y niñas de todos los países, las leían, las catalogaban y preparaban los pedidos para que el 24 de diciembre todo estuviese listo. La madrugada del día de Navidad Santa Claus, cofundador de aquella empresa junto a Mary, tenía que repartirlos y nada podía fallar. La felicidad de miles de pequeños dependía de ellos.
Aquel diciembre había sido más duro de lo normal. Las temperaturas estaban siendo 20 grados más altas debido al cambio climático y la fauna de la zona pagaba las consecuencias. Mary se había encargado durante todo lo que llevaba de invierno de escribirle cartas a los más altos diplomáticos del mundo para poder encontrar una solución ante el deshielo de los polos. Además, la lavadora se le había estropeado y el pedido de una nueva a Amazon aún no había llegado, por lo que tenía que lavar la ropa de Papá Noel a mano, casi diariamente, ya que el señor Claus era propenso a manchársela de barro y grasa cada vez que montaba en su trineo. Para colmo de los cólmenes, Mary tenía una montaña de cuentas y facturas de la empresa aún por realizar y no daba abasto. Su esposo, mientras tanto, se pasaba más de doce horas en la fábrica coordinando la envoltura de regalos y sólo iba a casa a almorzar y cenar, comida que tenía que tener preparada ella para agilizar el poco tiempo de descanso que tenía Santa Claus.
La mañana del gran día de los Claus había llegado y Mary llevaba las ojeras hasta el suelo de lo poco que había podido dormir las últimas semanas. Ya tenía el trineo abrillantado, le había puesto las monturas a los renos, había cosido los botones al pantalón de trabajo de su marido para enganchar los tirantes y tenía listo el gran almuerzo del día siguiente para cuando Papá Noel volviese a casa después del reparto de juguetes y celebrasen, junto a los duendes, la Navidad. Todo estaba siendo como cualquier otro 24 de diciembre de no ser porque Mary, cuando llegó a la fábrica para ultimar detalles, decidió poner en orden la oficina de Santa, repleta de montones y montones de cartas de niños y niñas de todos los rincones.
- ¡Qué desastre! – pensó. – Recogeré un poco esto antes de que Papá Noel salga a hacer la ruta.
Y Mary, a la que definitivamente podríamos llamar Señora de Claus, se puso manos a la obra, una vez más, realizando las tareas que nadie le iba a reconocer. Fue en ese preciso instante cuando le empezó a echar un ojo a las cartas que iba ordenando. Sonreía, levemente, al ver la ilusión con la que los niños y niñas le escribían a su esposo. Hasta que se dio cuenta de un detalle fundamental: en ninguna de esas cartas la nombraban a ella. Mary de desplomó sobre el sillón del gran jefe. Su rostro se antojaba triste y desolado. ¿Cómo era posible que ningún pequeño del mundo le agradeciese su gran labor? Todos se remitían a Santa Claus. La que creía ser madre de todos los niños cuando llegaba la Navidad había recaído en que nadie, jamás de los jamases, le había dado las gracias.
Unos vítores de alegría la sacaron de sí. Se levantó, y asomándose por la gran cristalera de la oficina de Santa desde la que se divisa todo el núcleo central de la fábrica, pudo ver a su esposo junto a los duendes brindando, tradición previa a la puesta en marcha de Papá Noel para comenzar su viaje por el mundo. Nadie la había llamado a ella. Nadie había contado con ella.
Cuenta la historia que ese día Mamá Noel no fregó los platos del almuerzo, no lavó la ropa de trabajo de su esposo cuando llegó a casa, no limpió la cocina. En su lugar, se puso unas gafas color violeta, cansada de tener la vista cansada, hizo una maleta con sus cosas y se marchó de casa. Meses después, al ver que la actitud del señor Claus seguía siendo la misma, que no había hecho nada para reconocer su labor, que en la Tierra seguía sin conocerse a la gran Mamá Noel, decidió vender su parte de la empresa y con el dinero montar una fábrica propia con la que continuar realizando lo que mejor sabía hacer: darle la felicidad a los niños y niñas del mundo cada Navidad. Mary logró fundar una empresa a la altura de sus expectativas, con compromiso de paridad, con ocho horas de jornada, con vacaciones y con bajas por maternidad y paternidad, con un sueldo digno e igualitario entre las mujeres y los hombres duendes. Nada que ver con la tiranía de Santa Claus.
Empoderada y dueña de su propia vida, Mamá Noel sigue conciliando su trabajo en la empresa con el de casa, solo que ya no tiene que hacerle la comida a nadie más sino a ella. Ganó autoestima, calidad de vida y tiempo. Mucho tiempo.
Cuenta la historia que esta historia nunca se contó. Cuenta la historia que pese a que nunca nos la contaron, es lo más cerca de la verdad. Cuenta la historia que esta es la historia de millones de mamá Noel en el mundo. Cada mujer que año tras año combina la gran tarea que supone ser madre con la de ser heroína.
Cuéntenle esta historia a sus hijos e hijas. Cuéntenle cómo detrás del señor que los hace felices cada 25 de diciembre hay una señora, harta de trabajar para que todo salga perfecto.
Y colorín colorado, la opresión del patriarcado se ha acabado.
¡Feliz Navidad de parte de todo el equipo de Mujeres en Lucha!
Por @Nelaileo
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