Poseo la áspera habilidad de percibir cuántas veces Laura Luelmo sintió miedo a andar sin compañía. Cómo en su adolescencia la interrogaban, “¿y no tienes novio aún?” La incomodidad gestada por el comentario de un extraño al grito de “guapa”. Cuando disfrutó de dos copas de más y palpó una amarga culpa por haber coqueteado con aquel chico. Sin ignorar la vez que el vecino de enfrente la acechaba y solo se lo comentó a su novio para desvincularse del cliché de “loca exagerada”. Le resultaba imposible arrinconar los comentarios que habían perdurado toda su vida, los consejos para permanecer a salvo, las advertencias que debía cumplir para continuar ilesa. El reglamento no escrito para ser una mujer la hostigaba siempre. Nunca deambular sola durante la noche, los lugares desolados están vetados, vigilar su copa para impedir la disolución de algún inhibidor de la voluntad, cuidar sus espaldas, eludir a desconocidos…
Quebrantar la norma social implicaba atenerse a las consecuencias, descarrilarse de su tarea, responsabilizándose de todo contratiempo. Laura lamentó salir la tarde del 12 de diciembre. Tal vez murió experimentando la culpabilidad advertida por el entorno, mientras que su asesino quedó saciado al arrebatarle la vida, vanidoso por alcanzar el clímax.
Una culpabilidad semejante a la percibida por Karina Vetrano, de 30 años, en el parque de Howard Beach; o Arantxa Gutiérrez, de 31 años, durante su viaje a Costa Rica; también Vanessa Marcotte, la joven gerente de Google, con 27 años; sumamos a Alexandra Brueger, de 31 años; además de Mollie Tibbetts, una estudiante de Psicología con tan solo 20 años. Todas asesinadas mientras practicaban running, sin ahondar en la violencia sexual de cada caso. Si nos lo propusiéramos, engrosaríamos -con repulsiva sencillez- la funesta lista hasta constituir una biblia de mujeres asesinadas por violencia machista, sin embargo, no cabríamos en los Récords Guinness y recibiríamos una difusión de rango -0.
En efecto, resulta crucial despedazar el miedo a salir a correr solas, no por refutar la perturbadora probabilidad de acoso, sino porque nos corresponde detentar esa independencia. Al teclear “salir a correr solas” frente a “salir a correr solos”, Google revela una retahíla de recomendaciones de autodefensa, precauciones, avisos de prevención y relatos estremecedores donde imperan los términos “riesgo”, “peligro” o “miedo”. Abandonar este deporte solo fomentaría el poderío de quienes destinan parte del tiempo a denigrarnos. Han proliferado nuevas aplicaciones dirigidas a mujeres que temen salir a correr. Sistemas de seguridad de los que aborrecemos su simple existencia, pero que han demostrado ser prácticos ante los inconsolables sucesos acaecidos.
La individualidad que algunos creen ostentar ante la sociedad supone un óbice interceptor. Ejercen de observadores desde los ojos de un forastero: pugnar en colectividad carece de valor cuando no advierten damnificación alguna, cuando la lid tardará en penetrar en sus hogares. Mientras la población minusvalore el desafío que respalda la libertad de las mujeres no obtendremos más que menosprecio, vejaciones, violaciones y muertes en vano.
Correr, evadirse, fluir, vivir… solas, por voluntad propia. La autonomía que nos compete: andar a solas, con confianza, atañe un derecho ostensible de nuestra propiedad, ser libres. Jamás tantearemos esa meta si insisten en programarnos para prudenciarnos de los hombres, hasta resbalarnos con un acre incidente que nos forzará a odiarnos, condenarnos, castigarnos, criticarnos. Culpables por transgredir una regla instruida a la perfección.
Al menos hasta el anhelado día que la educación incida en enseñar con la finalidad de construir un mundo equitativo donde reconvirtamos las masculinidades hegemónicas tóxicas. Permanecer como hombres y mujeres, con una identidad atesorada. Redefinirnos en seres humanos que opten por la concordia.
Por Beatriz Rodríguez Bernal (@Bernalrguezb)
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