Irrumpe en cualquier bar fortuito después de las nueve de la noche. ¿Qué será lo primero que observes? Para evitar quebraderos de cabeza, permíteme la pedantería de augurarlo; avistarás la barra. No podrás evitarlo, es culpa de esas luces que alumbran la botella de tu bebida favorita, colocadas ex professo para que consumas. Pero en este escaparate no aparece iluminado un Jägermeister o un Licor 43: son mujeres semidesnudas expuestas bajo unos focos color escarlata que otorgan nombre a todo un distrito. El “Barrio rojo de Ámsterdam” es el vergel del turismo sexual gracias al amparo legal del modelo de prostitución holandés. No es el único país, y no será el último.
Nos negaron el acceso a la educación durante cientos de años, vetaron nuestro derecho al sufragio, obstaculizaron cualquier tentativa de independencia económica, imposibilitaron el aborto y arrebataron la libertad sexual a mitad de la población, debatieron –y siguen debatiendo- sobre qué debemos o no debemos hacer. Todo bajo el férreo puño de la ley.
Los partidos políticos españoles han modificado su criterio infinidad de veces: deambular entre el abolicionismo y la legalización como si no fueran polos opuestos es una práctica cada vez más asidua en el hemiciclo. Un arbitraje que cualquier niño de preescolar podría solventar a través del mero sentido común, pero que se torna en un rompecabezas engorroso cuando cae en manos de cientos de parlamentarios eruditos en los que la pseudodemocracia ha relegado nuestra capacidad de decisión.
“La profesión más antigua del mundo”, alegan los paladines liberales. De acuerdo. ¿Cuándo implementará la Universidad de Harvard unos estudios oficiales para acceder a la prostitución? ¿Y el máster? ¡La especialización es imprescindible! Además de, por supuesto, un número de colegiada. La formación en la profesión más antigua del mundo ha de cumplir con sus expectativas históricas.
¿Debería la ley amparar la explotación sexual de las mujeres? Claro que sí… Sobre todo si valoramos dos premisas tan básicas como que “es un trabajo al igual que otro cualquiera” y “ellas son libres de elegir”. Porque todos conocemos el encomiable código deontológico que impera en el ideal de los proxenetas; sin olvidar la libertad que disfrutan las putas para abandonar su puesto cuando lo pretendan, sin que nadie las retenga; además de todas las alternativas laborales que poseen; por no hablar de las reuniones escolares de madres en las que abunda una gran cantidad de prostitutas que así lo manifiestan con ínfulas; y de todas las niñas que revelan su vocación cuando un adulto les pregunta a qué desean dedicarse de mayores. Aún con todo, continúo sin comprender por qué la palabra “puta” se emplea como un insulto… ¿Y tú?
Por Beatriz Rodríguez Bernal (@Bernalrguezb)
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