Todas sufrimos sexismo en nuestro entorno laboral. Cada una de nosotras hemos vivido, vivimos o viviremos situaciones incómodas, ofensivas y estresantes que condicionarán nuestras carreras y nuestra salud mental.
La discriminación en el trabajo es una forma de violencia y las mujeres continuamos en una situación de desventaja; solo hace falta ver los datos de desempleo, segregación ocupacional, brecha salarial, trabajo no remunerado, permiso de maternidad y paternidad, trabajadores migrantes, protección social y brecha digital, entre otros.
El patriarcado nos condiciona desde la infancia. Primero nos convence de una “libertad idílica” y luego nos tortura cuando luchamos por alcanzar puestos de poder.
El sexismo es un arma potente que promueve la subordinación de las mujeres, actuando como un sistema articulado de recompensas y de castigos para que las mujeres sepan “cuál es su posición en la sociedad”.
La misoginia imperante en el maravilloso mundo en el que vivimos nos quita la voz.
Nos quita la voz cuando se nos desprecia en “sectores de hombres”.
Nos quita la voz cuando se nos desprecia por trabajar “en esos sectores en los que solo hay mujeres”.
Nos quita la voz cuando se nos interrumpe de forma constante.
Nos quita la voz cuando se nos explican cosas, a todas horas y constantemente. Cosas que ya sabemos.
Se nos hace creer que vivimos en una meritocracia y que nuestra lucha es igualitaria.
“La ideología de la meritocracia implica obviar expectativas sociales, significados, atribuciones, reconocimientos y consecuencias diferenciales que tienen las conductas de hombres y mujeres en contextos particulares (un ejemplo claro es la diferente atribución e interpretación que se hace cuando hombres y mujeres demuestran ambición: se espera y se valora positivamente que los hombres sean ambiciosos pero si las mujeres se muestran como tales, se las cuestiona vigorosamente” decía Maria Ángeles Viladot.
La meritocracia solo es una herramienta más para promover un sistema completamente injusto. Se nos culpabiliza por no alcanzar puestos de poder y luego se nos tacha de víctimas si nos quejamos por las barreras que nos encontramos. La realidad es que las mujeres no luchamos desde la misma posición, así como las mujeres blancas no luchan desde la misma posición que las mujeres racializadas y las mujeres trans. Existe un sistema de privilegios y negar esta verdad no hará que la sociedad permanezca callada.
El otro día, una compañera me explicó que solo iba a las reuniones en traje. Al parecer había notado que en traje obtenía mayor respeto. Me insistió que ya no era solo traje, sino cualquier vestimenta que fuera masculina más allá de que fuese o no formal. “Al parecer – la feminidad entendida con códigos occidentales- juega en nuestra contra”.
Un estudio de la Universidad de Auburn (Alabama) basado en empleadxs del sector del marketing y la banca corroboró que a la hora de ser contratado como candidatx, cuanto más masculina era la ropa llevada más posibilidades tenía el candidatx de ser contratado. Casualmente, las mujeres que llevaban trajes más masculinos eran percibidas como más fuertes.
En la antigüedad, las mujeres debíamos disfrazarnos de frailes u hombres para poder actuar en el mundo del espectáculo, de modo que incluso en las funciones, hasta el siglo XVIII, los papeles de las mujeres los tenían que hacer hombres.
Se nos obliga a tomar actitudes patriarcales para obtener respeto, asumir el discurso machista y callar.
Las mujeres no tenemos que disfrazarnos de hombres para alcanzar la igualdad. No tenemos que reírnos de bromas sexistas que nos humillan ni quedarnos a un lado cuando nos quitan la voz. Incluso contra las cuerdas, nosotras, cambiaremos el mundo.
Por @MartaLlagass
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