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Cariño, me estás violando.

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Te ríes, te lo estás pasando genial. Estáis hablando de todas esas cosas que solo compartes con él. Le quieres, estás cómoda y piensas que nada puede ser más perfecto. Y entonces te agarra el culo, te mira de forma obscena y te deja bien claro que no quiere hablar más. La sonrisa se mantiene en tu cara, pero se tensa: no quieres, no te apetece. Buscas la forma de decirlo que haga que no se enfade, que todo siga tan bucólico como hasta ahora. “Bufff, estoy cansada, no me apetece mucho”. Alargando al máximo el tiempo que su mano permanece sobre tu nalga y con la misma actitud te dice que no pasa nada, que él “solo quiere estar contigo”.

Todo vuelve a la normalidad: es el príncipe encantador de siempre. Pero apenas habéis cruzado dos o tres frases y vuelve a meterte mano. Poco a poco, deja de hablar y se centra en toquetearte. ¿Cree que en diez minutos has cambiado de opinión? Sigues sin querer y así se lo muestras, pero esta vez no deja tu cuerpo tranquilo. Empiezas a quitarle las manos de ti -siempre intentando que sea de forma graciosa, romántica, que no se note que no quieres que se acerque más-, cada vez más agobiada.

Para. Te mira. Pero sus ojos ya no demuestran amor ni deseo. “¿Es que no me quieres? ¿Es que no te gusto? Nunca quieres hacerlo conmigo, seguro que te gusta otro”. Se lo niegas, pero nada vuelve a ser como al principio. Te responde con monosílabos, se da la vuelta, no te mira, casi ni te habla. Te entra miedo. ¿Y si deja de quererme? ¿Y si me deja? ¿Y si se lía con otra? ¿Qué serías tú sin él? La sociedad te lo ha repetido mil veces: en tu familia, en las películas, en los libros. Sin un chico, tu vida deja de girar. Todo el mundo lo sabe, e intuyes que él también. Así que le pides perdón y él interpreta que puede volver a intentarlo. Te resistes, pero evitas rechazarle de nuevo. ¿Cómo decirle otra vez que no? No quieres más conflictos, miras al techo con cara de hastío y le dejas hacer.

No quieres. Esperas con impaciencia a que termine y vuelva a estar tan contento como antes, que te sonría y te diga que te ama. Por eso consientes, aceptas, aguantas. Pero no te engañes, sigues sin querer. Intentas fingir para que él se sienta mejor, pero enseguida te das cuenta de que tu placer no es su prioridad. Quiere eyacular, y tú quieres que se quede satisfecho.

Te entran ganas de llorar y una rabia inusitada. Está tardando demasiado y cada vez te sientes peor. Que termine. Por favor, que pare ya, que vuelva la tarde maravillosa que estabas teniendo. Pero resulta que cuando lo hace no te sientes mejor. Aunque él está contento, cariñoso y atento, tú apenas hablas y buscas cualquier excusa para irte. En cuanto lo planteas, regresa ese tono y esa mirada de la que antes habías huido. “¿Qué te pasa? ¿No quieres estar conmigo? Luego dirás que no pasamos tiempo juntos. Pues nada, no te acompaño a casa”. Te enfadas y te vas.

Y te culpa por hacerlo. Pero ya no es su reproche, sino el de toda la sociedad. Esa que te empuja a una sexualidad falocéntrica que te exige disfrutar, pero que no está construida para tu placer. Esa que te convence de que la pareja es un lugar seguro, mientras normaliza todo tipo de violencias en su seno. La misma que te enseña desde la más tierna infancia a encajar en un canon estético y en unas etiquetas destinadas únicamente a gustar y servir. Eres unos labios, unos pechos, un agujero. Y tienes que estar contenta de que alguien del sexo opuesto le gusten los tuyos.

Pero tú no lo estabas. Y la sociedad se aseguró de que no lo olvidaras. “¿Por qué no lo habéis hecho ya?”, “A mí me encanta, ¿a ti?”, “¿Lo hacéis tan pocas veces?”. Cada comentario de tus amigos te agrietaba un poco más. Incluso llegabas a mentir para evitar murmullos, silencios y muecas de rareza. Pocas personas te ofrecían la suficiente confianza para hablar de la verdad: no te gustaba el sexo. Querías todo lo demás, todo lo que suponía tener pareja, pero cada vez que llegaba cualquier acercamiento sexual te echabas a temblar.

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Imagen del corto francés «Soy ordinaria», sobre la violación en pareja.

“Es normal”. Así te respondían quienes tenían algún detalle. Es normal que te duela, es normal que tengas que fingir, es normal que a veces no te guste. Y ahí entiendes que no eres la única. Hay más mujeres que no se sienten bien en su sexualidad, que hacen y sienten lo mismo que tú. Pero a ellas les parece normal y a ti no, ellas lo aguantan y tú apenas puedes quitártelo de la cabeza.

Te preguntas por qué tiene que ser así. Cuál es la causa de que se normalicen las relaciones asimétricas, en las que la mujer se conforma con que su placer sea secundario y sacrifica su capacidad de decidir sobre su cuerpo para cumplir las fantasías masculinas. Esas que ves en la pornografía, escenas excéntricas -si no ridículas- en las que la mujer era más que nunca objeto y en las que parece que lo que provoca placer al hombre también lo provoca en la mujer.

Y te lo crees. Al fin y al cabo, esas imágenes son toda la educación sexual que has recibido y recibirás. De ahí sacas lo que debes hacer, cómo tienes que colocarte, incluso qué tienes que decir. Porque sabes que tu novio lleva viéndolo desde hace años -seguramente desde antes de la pubertad- y le encanta. Por eso aprendes: a fingir, a parecer sensual, a satisfacer… a todo menos a disfrutar. Ese no es tu papel; estrella porno, novia, esposa, mujer: tu goce y comodidad nunca importan.

Pasan días, semanas, meses, pero tus esfuerzos no sirven para nada. De hecho, es mucho peor: empieza a tener consecuencias físicas y visibles. Caes en depresión, empiezas a llorar sin razón cada vez que sale el tema. No puedes evitar que te dé asco besarle o que te toque, y un buen día no puedes tener sexo; desarrollas un vaginismo psicológico que empeora todo lo anterior. Si ya no puedo satisfacerle ¿dónde quedo como mujer?

Ya no te presiona él, te presionas tú. Lo haces aunque te duela, aunque ya no puedas fingir; te han enseñado que si tu agujero no funciona, jamás le gustarás, ni a él ni a ningún otro. No puedes escapar de tu construcción social, de ese molde que parece tan poco pensado para ti. Tocas fondo.

Entonces una amiga, una charla, un libro, un blog. Algo te dice, por fin, que no es normal. Que es consecuencia de una opresión y un sistema de privilegios en el que te ha tocado la peor parte. Que te han convertido a la fuerza en un objeto contra el que se ejercen todo tipo de violencias: simbólica, institucional, física… Como lo que habías sufrido. Porque resulta que lo que te hacía tu pareja era violencia. Porque resulta que tu pareja te había violado.

No alguien desconocido, no en un callejón oscuro, no con golpes y palizas. Incluso con consentimiento. Pero uno tan viciado, tan chantajeado, tan poco deseado que poco se diferenciaba de la decena de noes que habías pronunciado antes.

Has roto con todo: con la relación, con las violaciones sistemáticas, con la depresión y con el vaginismo. Aún en algunos momentos de intimidad, algunos gestos delatan el dolor que has sufrido. La culpa que te taladró la voluntad durante años te persigue de vez en cuando, gritándote que sigues sin ser buena. Pero la callas. Porque has recuperado tu fuerza, tu decisión, tu sexualidad, tu amor a ti misma.

Porque has salido. Y con una capa morada puesta.

Por Maribel Matey (@noprinceneeded )

 

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