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Las violaciones grupales en la sociedad de la doble verdad

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Hace pocos días se producía en Sabadell un nuevo caso de violación grupal por el que eran detenidos siete hombres de entre 21 y 53 años. La víctima, de 18 años, fue violada en una nave abandonada por tres de ellos mientras el resto miraba. Este suceso espeluznante es, lamentablemente, sólo uno más en la lista de veintitantas manadas investigadas en los últimos doce meses. La violación grupal de San Fermín catapultó el tema -hasta entonces invisible- a la opinión pública con una enorme cobertura mediática. La mayoría de los medios enfocaron la noticia desde el morbo y el amarillismo por delante de la información. Algunos especularon y difundieron las estrategias difamatorias de la defensa, otros intentaron reducirlo sólo a un caso extremo. El clásico son cuatro locos de los que niegan la existencia de una violencia de género estructural se aplicó igualmente a esta cuestión hasta que empezaron a aparecer otros casos de buenos hijos que jugaban a violar mujeres por las noches, algunos de ellos menores.

La alarmante realidad de la violencia sexual se reduce a menudo a un simple alarmismo, un discurso del miedo con informaciones centradas en la criminalización de caminar sola por la calle o de tomar copas en una discoteca. Con ello, los medios rentabilizan a nivel de audiencia la opinión de una sociedad en la que la mujer se percibe todavía como una alteridad al hombre, constantemente sexualizada y reducida a un objeto que existe para satisfacer las necesidades masculinas, sexuales o no. Aceptar que esos que se consideran buenos chicos también se masturban con porno de violaciones -o con violaciones reales, como el vídeo de la violación de San Fermín, lo más buscado en páginas pornográficas en 2016- es inviable en un sistema que se ha construido sobre privilegios masculinos. Mucho más, cuando estos se asientan ahora en una presunta igualdad.

Vivimos en la sociedad de la doble verdad, una en la que se les dice a los hombres que violar es delito, pero donde la pornografía más consumida se basa en humillar y dominar a las mujeres. La violencia y el dolor de la mujer constituyen una parte fundamental de la erotización masculina en nuestros días. En este sistema supuestamente igualitario, se venden muñecas sexuales con aspecto de niñas y se caracteriza de manera infantil a las mujeres a las que se maltrata en los vídeos, cuanto más jóvenes, mejor. Desde niños, los hombres aprenden que cualquier mujer puede ser legítimamente juzgada como objeto sexual o por no serlo. Todas hemos sido valoradas como ganado a voz en grito en la vía pública mientras otros viandantes reían la gracia, igual que todas hemos sido asediadas en plena borrachera en una discoteca como presas fáciles. En esta estructura, donde nuestro deseo a la hora de mantener relaciones sexuales es percibido como irrelevante y se habla sólo de consentimiento, todavía hay quién defiende la regulación de la prostitución, la mercantilización de mujeres en situaciones de precariedad. De nuevo el consentimiento se fuerza, en este caso comprándolo, y la violación se convierte en un acto legítimo con sólo pagar por ella. Se consumen mujeres.

Los mismos medios que se llevan las manos a la cabeza con cada caso de violencia sexual, grupal o no, glamourizan la pornografía y la prostitución con testimonios no representativos y cubiertos de purpurina liberal que refuerzan este aprendizaje social. Recientemente, algún periodista ha probado incluso las muñecas sexuales de un burdel en un intento deprimente de misoginia disfrazada de progresismo. Los mismos hombres que deciden lo que es justicia reafirman todo lo anterior con sus sentencias, cuando califican una violación grupal de jolgorio o cuando aplican una pena mínima a los violadores de mujer discapacitada. Pero después, en esa doble verdad, nadie entiende por qué se nos reduce a un objeto sexual en los grupos de chat masculinos. O en los casos de acoso en el trabajo. O en el portal en Pamplona. O en una nave.

 

Por Princess Caroline (@ALaLicuadora)

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