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Crítica teatral Una habitación propia

Un lugar. Un lugar propio como un vergel de libertad. Un círculo concéntrico o un cuadrado equidistante. Una porción de espacio física. Pero también social. Eso es lo que Virginia Woolf proclamaba con su habitación propia. De nadie más. Suya, de su propiedad, por y para ella. La necesidad de un sitio en el mundo, lo que toda mujer ha anhelado siempre.

Tan actual es esa reivindicación que no hay campo en el que no sea necesaria. En la esfera teatral, por ejemplo, como en la literaria, donde la presencia de mujeres profesionales no es escasa, sino invisibilizada. Ellos directores, ellos dramaturgos, ellos productores, protagonistas. Personajes monopolizados por un heteropatriarcado que no deja indemne ni al más revolucionario teatro en boga. Textos tildados de normatividad, vetustos e inocuos de feminismo. Un panorama desolador, una industria digna de tomar como consigna las bases woolfianas. Una auténtica suerte que María Ruíz y Clara Sanchís hayan irrumpido en la escena teatral con la interpretación más exponencial de Una habitación propia. Porque la palabra de Virginia Woolf es exquisita y autosuficiente, pero no puede ser tan poderosa y democrática como cuando traspasa la tiranía del papel y toma vida.

Fotografía del cartel de la obra «Una habitación propia». Isabel de Ocampo/Diego Ruiz

Para quien haya leído el libro acudir al teatro a ver Una habitación propia es revivir las emociones que experimentó mientras pasaba las páginas del magnífico ensayo que Virginia Woolf escribió hace casi 100 años; bueno, es mejor que revivirlo. Es ver a Virginia en cada palabra que pronuncia Clara y darle vida a las mismas; es, comprender que el mensaje que en 1928 quería Virginia trasmitir a las mujeres no ha cambiado y puede perfectamente volver a transmitirse a las mujeres de ahora.

He de confesar que acudí al teatro con altas expectativas. Adaptar un ensayo no es tarea fácil y no lo es tampoco que una sola persona pueda captar la atención de una audiencia con un texto, repito, escrito en 1928.
A Clara le es suficiente una alfombra, una mesa y un piano para mostrarnos una Virginia cercana, a escasa distancia del espectador, donde público y artista acaban sintiéndose mutuamente, donde se pueden vislumbrar las emociones en las expresiones de los ojos que siguen sin cesar su monólogo. Monólogo que es una defensa de los derechos de la mujer, derechos que nos han sido negados en pro de los hombres, un discurso que se cuestiona el porqué de los roles sociales, como el porqué los hombres beben vino y las mujeres agua.

Merece la pena ver a una Virginia irónica ante las injusticias machistas que la vida de hace un siglo le presenta, verla caminar por la grava de “Oxbridge” cuando el bedel le recrimina que se salga del césped, privilegio, el de caminar por el césped reservado a académicos y estudiantes. Es maravilloso sentir con ella la ira, rabia y frustración al intentar investigar sobre las mujeres en la historia. Clara: puedes seguir si quieres, incluso, después de la función pasando páginas y páginas de ese libro intentando encontrar un nombre de mujer, un nombre de alguna mujer que hable de nosotras, las mujeres, podrías seguir hasta darte por vencida al llegar a la última página y no haber encontrado a ninguna.

Dónde estaban las mujeres antes del siglo XIX es una de las preguntas que Virginia Woolf se hacía años atrás y que hoy día seguimos preguntándonos. Una espléndida Clara se harta de la palabra “mujeres”, del significado que los hombres le han dado a esa palabra, porqué son ellos y no nosotras, porqué siempre han sido ellos y no nosotras. Ideas tan dispares como qué habría pasado si Shakespeare hubiera tenido una hermana. Y es que hacerse preguntas y buscar sus respuestas es la base del feminismo más latente, de esa lucha primigenia que comienza por ser críticas con todo lo que nos rodea, por cuestionárselo todo. Lo que ellos siempre han renegado en la mujer, la señorita que molesta, la que plantea por qué, cómo y quién instauró este orden establecido. La que sienta las bases para romperlo.
Con una exquisita puesta en escena y una dirección de lo más acertada, Virginia y Clara se funden en una sola persona. En un solo concepto. En una mujer: la voz de todas, la ingratitud de todas, la desoladora entereza con la que nacemos para sobrevivir al estamento al que nos relegan. Pero también para lanzarnos a la conquista de una habitación propia, de nuestro espacio.

Quienes hayan leído su obra y quienes no, conocerán seguro los dos factores clave que una mujer necesita en la vida según Virginia: 500 libras anuales y una habitación propia para escribir. Una mujer necesita ser independiente económicamente y disfrutar de un espacio personal que le pertenezca a ella y solo a ella.
Así que id al teatro, id para deleitaros de un concierto de sensaciones e ira bajo la batuta de María Ruiz. Acudir al teatro comienza a dejar de ser el desfile de prosa patriarcal de siempre. Es salir empoderada, furiosa pero capaz. Es comprender por qué a Virginia Woolf le importaba más el dinero que haber conseguido el sufragio femenino. Es descubrir que las mujeres existen en la literatura y más allá de ella. Ahora más que nunca en el teatro como símbolo de la vida misma.

“Y se produjo la mayor liberación de todas, que es la libertad de pensar en las cosas tal como son” Virginia Woolf. 
–> No te quedes sin ir a verla. En Teatro Galileo, de miércoles a domingo hasta el 14 de enero.
Por Ana L. Moreno@anizmoreno_  y Nela Linares Antequera @Nelaileo
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