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El peor de los crímenes

violación, agresiones, infancia

Ella llegó a mi vida siendo yo una niña y ella un bebé.

Ana era mi vecina de al lado, en una de esas comunidades de vecinos en la que los niños y niñas juegan y se crían juntas. Sus padres eran un matrimonio joven que trabajaba mucho y mi madre, con su alma enorme y su socialmente impuesto rol de cuidadora, se ocupaba de la niña cuando ellos no podían, así que yo la llevaba al colegio, comía en mi casa y jugaba con ella por la tarde. Era una niña alegre, inocente y feliz.

 

Su padre a veces era muy simpático y a veces tenía un mal genio qué asustaba un poco, mi padre decía que era un poco bebedor y un poco golfo, «pero lo normal».

Su madre era fuerte y capaz. Estudió mientras trabajaba y consiguió un trabajo mejor e incluso un trabajo mejor para el marido. Así que se mudaron a una casa mejor en un barrio mejor.

 

Ana y su madre siguieron viniendo a casa regularmente de visita cada pocos meses, estaban muy contentas con la casa nueva. Se organizaban trabajando él de día y ella de noche.

 

Pero entorno a los diez años de Ana algo cambió.

La niña se volvió introvertida y malhumorada. En el colegio le diagnosticaron depresión y buscaban algún trastorno porque nadie entendía qué ocurría. Cuando venían a casa era hosca y maleducada pero a la hora de despedirse se agarraba a mi o a mi madre y lloraba porque no quería irse. Era un llanto desgarrador, desconcertante.

 

A la depresión le siguieron ansiedad, trastornos alimenticios e incluso una ingesta de unas cuantas pastillas, aunque no fué catalogado por los psicólogos como intento de suicidio sino como una llamada de atención. De hecho esa era la gran conclusión de los psicólogos. Que la niña quería llamar la atención. Como tenía una hermana de 3 años y creían que el tema venía por ahí.

 

Hasta que una noche llamó a su madre al trabajo y le dijo: “si no vienes ya, me mato, he atrancado la puerta y si papá entra esta noche me mato”.

Evidentemente la madre voló hasta casa. Cuando llegó, su marido la esperaba en la calle. “Ana y yo tenemos que confesarte algo, le dijo, pero voy a contártelo yo para que no te enfades con ella, la pobre lo está pasando muy mal por haberte engañado. Estamos enamorados y llevamos 4 años de relación”.

 

¡¡¡¡ENAMORADOS!!!!

¡¡¡ 4 años cometiendo contra su propia hija el peor de los crímenes !!!

¡¡¡ 4 años de abusos y violaciones casi diarias…. !!!

 

Si esto os parece terrorífico, lo peor aún está por llegar.

El miedo, la rabia y el trauma hicieron que no fuesen capaces de denunciar en aquel momento.

Durante tres años trataron de rehacer sus vidas entre tratamientos psicológicos, pastillas, depresión y dolor infinito, hasta que el «enamorado» volvió a la carga, enviando ramos de flores, cartas de amor y acoso callejero, porque estaba muy arrepentido y quería volver a tener una familia.

 

Entonces llegó la denuncia y el juicio. Los trastornos alimenticios y psiquiátricos de Ana empeoraron con la presión.

Los hermanos y padres del violador, los tíos y abuelos de la niña, lo defendieron en el juicio.

A la madre le dijeron que sabían que era un animal, porque les había confesado la historia del «enamoramiento», pero que “qué iban a hacer… era de la familia, uno de ellos”.

 

El juez concluyó que había indicios pero no pruebas, porque no había pruebas físicas de las agresiones. Los informes psiquiátricos de la niña y sus intentos de suicidio no servían de nada.

Así que fue absuelto y reintegrado a su puesto de trabajo, a 20 metros del de su ex mujer .

El destino me llevó allí en una ocasión, era el camarero. Le lancé mi refresco por encima y grité fuerte que era un cerdo violador. Su jefe corrió a pedirme que no montará follon. “Qué sí, qué ya sabían lo que había hecho pero que de eso hacía mucho tiempo y no querían problemas”.

 

Querían mirar para otro lado.

No queremos ver que las niñas pueden ser violadas por sus padres, por sus abuelos, por sus profesores… Por quienes tendrían que protegerlas.

No queremos ver que la mayoría de agresiones y violaciones a menores se producen en el ámbito intrafamiliar o entorno cercano, porque eso nos turba y nos incomoda y no queremos ni mencionarlo. Cómo mucho lo llamamos abuso que no molesta tanto al oído.

Y se siembra la duda sobre la víctima que debe explicar, justificar y recabar pruebas. Y es que “claro… a ver qué habrá pasado de verdad, porque al fin y al cabo, tenga ella 5, 10, 12, 20 o 40 años, siempre puede estar mintiendo y él, él es uno de los nuestros”.

 

Es necesario que la sociedad comience a proteger de verdad a las víctimas, son necesarios cambios legislativos y judiciales, para que denunciar no sea un ejercicio de valor extremo, casi una temeridad.

Es necesario cambiar la mirada social y hablar de supervivientes. Admirar la fuerza y el valor. Apoyar en las secuelas, porque muchas no se irán.

Dejar de juzgarlas a ellas antes, durante y después, dejar de educarnos a nosotras en lo que tenemos que hacer para no ser violadas y educarlos a ellos para no violar.

Dejar de mirar para otro lado y exigir atención y medios de protección a la infancia, en la lucha contra la mal llamada pornografía infantil, acabar con la trata de niñas y mujeres.

 

Quiero acabar esta historia contándoos que Ana ahora es profesora de infantil, vive con un chico estupendo y pronto será madre… y ojalá el mundo le devuelva una mínima parte de lo que un asqueroso violador y una machista sociedad le robaron.

 

Por María @Mblue88759013 

 

 

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