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SOCORRO- CAPÍTULO 3: Consentimiento.

Después de volver del Erasmus conocí, en una optativa de cuarto, a Alberto. Todo era perfecto con él, aunque en esta relación (como en todas) había un pero… yo no quería mantener relaciones sexuales con frecuencia y no es que no me gustase, al contrario, me encantaba hacerlo con él, simplemente había días que no me apetecía. Sin embargo Alberto me había hecho creer que tenía un problema, continuamente me decía cosas como:

“No es normal que no te apetezca nunca”, “eres joven, deberías tener las mismas ganas que yo”, “esto está afectando a mi autoestima”, “¿qué pasa? no te gusto, ¿no?”

Todas esas frases habían convertido el sexo en una obligación y no solo eso; para evitar discusiones habíamos llegado a un “acuerdo”, habíamos establecido un cupo, un número de veces semanales con las que debía cumplir porque “era lo normal”. Además yo quería que Alberto se sintiera deseado, tampoco quería “dañar su amor propio”, ni discusiones ni conversaciones incómodas.

Muchas de las veces del acuerdo no tenía ganas; así que a veces intentaba evitarlo buscando excusas pero, muchas otras, simplemente lo hacía… o, más bien, me dejaba hacer. A veces con hastío, en muchas ocasiones con dolor y nunca con placer. Cuando Alberto terminaba, me sentía aliviada y lo primero que me venía a la cabeza era: “Ya está, ahora tengo unos cuantos días hasta la próxima vez”.

Tras unos cuantos meses la situación siguió igual o peor, porque aun cumpliendo con nuestro acuerdo no terminaban nuestras discusiones… le molestaba mi falta de deseo. Yo no estaba bien, no me sentía contenta ni querida y terminé desarrollado vaginismo. Decidí terminar la relación y nuestra despedida, como no podía ser de otra manera, terminó con un último reproche: “llevo mucho tiempo sin autoestima por tu culpa, porque nunca deseabas acostarte conmigo”. Fue lo último que Alberto me dijo.

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Tiempo después, comencé a leer y reflexionar sobre los abusos sexuales y entendí que cuando se habla de abuso o acoso sexual acostumbramos a condenarlo sin miramientos. A nadie en su sano juicio se le escapa la gravedad de una circunstancia así, nadie duda de la lógica estructural que subyace tras este tipo de casos.

Pero no paraban de rondar por mi cabeza preguntas. ¿Qué pasa con las supuestas zonas grises? ¿Qué pasa con esos escenarios en los que un hombre y una mujer, aun compartiendo la misma vivencia, la interpretan de un modo completamente diferente? ¿Qué pasa cuando esas situaciones se dan dentro de la pareja? No paraba de pensar en Alberto, no había tenido sexo consentido, no lo había hecho con deseo… ¿En qué punto me dejaba, todo esto, a mi? Porque yo no me había divertido y no entendía porque la misma situación para Alberto había sido placentera y divertida y para mi dolorosa y traumática.

Comprendí que casi nunca nos planteamos que la desigualdad también está presente en la pareja, que una relación sexual entre un hombre y una mujer genera, de base, una situación desigual en la que ambos han sido educados de modo totalmente opuesto: él para perseguir y obtener lo que quiere a toda costa y ella para complacer incluso en contra de sus propios deseos. Porque consentir no significa desear, ni estar cómoda, ni querer hacer algo. Sobre todo cuando una ha aprendido que no está bien decir que no.

Comprendí que yo misma ponía escusas con frases del tipo “si he llegado hasta aquí ya no puedo decir que no” o, “si le detengo se ofenderá o se enfadará”. Y así cedía, esperando a que pase pronto e interiorizando el dolor que me producía.

Alberto me insistía, hacía caso omiso de las negativas que le daba, recurría al chantaje emocional… No le importaba las consecuencias psicológicas o físicas que tuviera sobre mí, tan solo estaba centrado en su objetivo, tan solo quería otro instante de placer.

Tras analizarlo mucho, ahora sé cómo llamar a aquello. Ahora sé que el amor debe de basarse en el respeto sexual, en el consentimiento y en el sí mutuo.

FIN DEL CAPÍTULO 3

Por Matilda Florrick @MatildaFlorrick

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