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El color púrpura y las temporeras marroquíes en Huelva

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El modo de ver el mundo de Celie, protagonista de El color púrpura, novela de Alice Walker galardonada con el Premio Pulitzer y llevada al cine por Steven Spielberg, entre otras cosas, es uno de los aspectos que hacen de esta historia una obra tan hermosa. En él se conjugan a la perfección su inocencia al percibir lo que le ocurre y, al mismo tiempo, su clarísima conciencia de que ello le sucede por ser ese polo opuesto de todas las posibles parejas opositivas que toman a un lado como el punto de referencia y condenan al otro a la opresión. Ahora que he terminado esta lectura, no puedo evitar pensar que Celie vive en los campos de Huelva. La luz que Walker va arrojando sobre el personaje me ha ido resultando tan esperanzadora que creía que nada la podía nublar, pero solo me ha sido necesario cerrar el libro para comprobar que me equivocaba. Celie pensaba que si Dios alguna vez escuchara a las pobres mujeres de color, este mundo sería distinto, y ahora las temporeras marroquíes de Huelva trabajan en condiciones espantosas para dar fresas a la raza blanca y bajo continuadas violaciones por parte de sus jefes. Está claro que el deseo de Celie no se ha cumplido aún en nuestros días.

Sin embargo, la explotación y las violaciones a que las jornaleras marroquíes son sometidas no son hechos exclusivos de los campos de la fresa de Huelva. Desde el SAT (Sindicato Andaluz de Trabajadores y Trabajadoras) se ha denunciado que se dan situaciones similares en el cultivo del tomate de Granada. Tampoco parecen ser una novedad para el conjunto de organizaciones formadas por activistas migrantes o antirracistas que han venido denunciándolo desde hace, al menos, una década o, directamente, ante los testimonios de víctimas anteriores de abusos laborales y sexuales en los campos andaluces. Estas prácticas llevan produciéndose desde hace años —y, en fin, desde que existe el cielo— y han tomado relevancia ahora, pero no son nuevas. El capitalismo las ha protagonizado desde su propio nacimiento imperialista hasta reafirmarse hoy más que nunca, imbricado con la vida posindustrial avanzada de las sociedades más desarrolladas. Los nuevos medios de difusión de la cibercultura conviven con los horrores que padecen las mujeres migrantes pobres, y la ciudadanía española parece sorprenderse ante esta combinación cuando, en realidad, mantienen una estrecha relación de consecuencia-condición que no debería pasar desapercibida a estas alturas. La necesidad intrínseca de los sistemas de producción actuales de buscar nuevos espacios que explotar alcanza límites insospechados cuando estos espacios se convierten en personas. Las luchas sociales que se hallan en auge en nuestro país no pueden permanecer impasibles ante el hecho de que las personas a que me refiero son las maltratadas por cuestiones de clase, raza y género. «Mírate. Eres negra, eres pobre, eres fea, eres una mujer. Vamos, que no eres nada», le dice a Celie uno de los tantos hombres que alguna vez la aterraron. Si esto le ocurría a Celie en el Sur de Estados Unidos muchos años atrás y les ocurre hoy a las trabajadoras marroquíes de Andalucía, el problema es estructural. Es un eficaz sistema que no solo somete a sus víctimas a las más terribles torturas, como estamos comprobando estos días, sino que además perpetúa su labor blindándola por todos lados, y un vivo ejemplo de ello es la Ley de Extranjería. Tras las exitosas movilizaciones que tuvieron lugar el pasado ocho de marzo no podemos ignorar este horror sistemático. Lo que estamos presenciando responde a una historia colonial, pero la ausencia de una respuesta por parte de muchos de los feminismos y agrupaciones obreras, también. Por ello, es necesario otorgar la voz a las compañeras que sufren de su propia mano la opresión blanca y luchar junto a ellas para poner fin a esta barbarie que está teniendo lugar a kilómetros de nuestras casas.

 

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El color púrpura

Por otra parte, los testimonios de las víctimas de estos crímenes inhumanos de Huelva hablan, sobre todo, del miedo. Walker transmite con suma sutileza el miedo que llega a sentir Celie hacia los hombres que la torturan y violan:

«Me pega como pega a los niños. Sólo que a ellos casi nunca les pega. Me dice: Celie, trae la correa. Los niños están en el pasillo, mirando por las rendijas de la puerta. Yo no puedo hacer más que procurar no llorar. Hacerme madera. Y decirme: Celie, eres un árbol. Así he sabido que los árboles tienen miedo a los hombres.»

Así hemos sabido que las fresas de Huelva tienen miedo a los hombres. Miedo a la violencia sexual y a denunciarla. Después de eso viene más miedo a denunciarla, porque se reciben presiones acompañadas de sobornos económicos o promesas de futuro trabajo asegurado. Luego, más miedo aún, porque si esto último no funciona se las acusa de ejercer la prostitución y se las amenaza con enviar vídeos que lo prueban, según ellos afirman, a Marruecos para que los vean sus familias, a las que echan de menos al igual que Celie a Nettie. Y delante de todo esto, miedo a ser castigadas con semanas sin cobrar o, directamente, enviándolas de vuelta a sus hogares, de los que tuvieron que partir para subsistir. Pero toda esta información la poseemos porque las temporeras marroquíes no han permanecido calladas. Es evidente que tanto las trabajadoras que han contado su situación como las que sufren el yugo del silencio mediante terribles amenazas tienen la límpida conciencia de Celie y las mujeres que la rodean, porque el ser humano tiene deseo de plenitud. Las habrá como Nettie, «duro con que tienes que pelear y tienes que pelear», y las habrá como Celie, que dice: «yo no sé pelear. Lo único que sé es ir viviendo». Pero todas ellas van viviendo y, especialmente, quieren vivir. Constituyen, sin excepción, un indudable ejemplo de dignidad y hemos de estar a la altura para responder ante él. No apaguemos jamás la fe que Walker cultiva con sus palabras porque, después de todo, Celie consiguió contestarle a la vida de una manera admirable: «Soy pobre, soy negra, puede que fea y no sé guisar. Pero aquí estoy». Pero, fundamentalmente, no abandonemos ni por un segundo los reclamos de nuestras hermanas.

Por Nerea Rojas Martínez ( @neerareid  )

 

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